El Gobierno prevé promulgar antes de las elecciones de mayo una regulación de las viviendas. El proyecto constituye un disparate intervencionista de enormes proporciones. No solo perjudicará a los propietarios, ya sean grandes o pequeños, sino sobre todo a la inmensa grey de quienes necesitan un piso de alquiler.

Valga decir de entrada que poca cosa buena puede albergar una norma pergeñada por el PSOE en amigable componenda con los separatistas de ERC y las siniestras huestes de Bildu.

El flamante precepto significa una injerencia desaforada sobre los arrendamientos inmobiliarios. No he leído ni escuchado estos días un solo comentario favorable a semejante bodrio, salvo los emanados del aparato de agitación y propaganda de los propios autores.

Su punto más polémico es la fijación manu militari de un tope máximo a los cánones arrendaticios ya suscritos, al margen de los índices que registre el IPC. Tal pretensión significa yugular de un plumazo el sector entero. Distorsiona el libre juego de la economía y, por ende, frena en seco las iniciativas empresariales y la consiguiente creación de empleo.

Este tipo de inventos, más propios del profesor Franz de Copenhague, de nuestro entrañable tebeo, ya se probaron hasta la saciedad en varias ciudades europeas, Barcelona incluida. Todos los experimentos se saldaron con sonoros fracasos, porque vulneraban la formación natural de los precios y el equilibrio entre la oferta y la demanda.

Sus efectos perniciosos resultaron similares. Los inversores, carentes de incentivos para lanzar nuevas promociones, desviaron sus recursos a otras plazas menos hostiles.

A la vez, las existencias de pisos cayeron en picado, debido a que parte de los propietarios, en especial los más modestos, los retiraron del mercado o los vendieron. Adicionalmente, las transacciones informales, es decir, en dinero “negro”, camparon a sus anchas.

La secuela inexorable de las injerencias oficiales es que achica el parque de alojamientos disponibles y, por tanto, los aranceles de los contratos nuevos se disparan. Es justo lo contrario de lo que se quería lograr.

No deja de ser chocante que el régimen sanchista tropiece con la misma piedra e incurra en idénticos errores. Ocurre que nos encontramos en plena fiebre preelectoral y la demagogia brota a raudales por doquier. Las encuestas son adversas al inquilino de la Moncloa, así que ha de animar a sus feligreses con cantos de sirena y falsas promesas, a ver si cuela.

Pero por más que el presidente se empeñe en poner puertas al campo o dar coces contra el aguijón, tarde o temprano la cruda realidad dejará al descubierto dos particularidades del reglamento que se propone aplicar.

Primera, que adolece de lagunas oceánicas del estilo del “solo sí es sí” podemita. Y segunda que está plagado de medidas caducas y provocadoras de una alarmante inseguridad jurídica. El ramo de los bienes raíces precisa de la actuación pública, pero no para alterar las tarifas a la baja, sino para impulsar una decidida política de vivienda social, que ponga moradas con inquilinatos asequibles al alcance de las capas más humildes.

En paralelo, es imperativo vigorizar con estímulos fiscales a los particulares. Para que emerjan las construcciones y se abaraten los alquileres, se requieren menos cortapisas administrativas, menos populismo trasnochado y más dinamismo privado.

El cuadro legal que va a sacar adelante el Gobierno es una práctica propia de las repúblicas bananeras y un viaje en el túnel del tiempo al siglo pasado. Mal que le pese, remeda las vetustas disposiciones imperantes en la dictadura de Franco, impulsadas por el ministro falangista-sindicalista José Solís, “Pepe” para los amigos.