Eso que llamamos trumpismo y que algunos como el historiador Steven Forti califican como extrema derecha 2.0 no es un fenómeno privativo de Estados Unidos, el Brasil de Bolsonaro o la Hungría de Vicktor Orbán. Con mayor o menor intensidad emerge en todas las democracias occidentales. Discursos de odio trufados de posverdades, argumentaciones que inducen a la polaridad y el conflicto, supremacismo, resignificación de los conceptos de libertad y democracia, perversión del lenguaje que se convierte en excluyente, performances activadoras de los seguidores, predominio de la emocionalidad, negación de la realidad... todo vale para conformar un movimiento de signo populista donde lo patriótico funciona como explicación y confort de todos los malestares económicos y sociales. Un bálsamo en manos de charlatanes de feria, que resultan cada vez más patéticos en la medida en que gran parte del país y del propio independentismo ha desconectado. Son una rémora para todos, dificultan que el país recupere por completo la normalidad superando fracturas, que se mire adelante, y tienen una cobertura mediática muy superior a la incidencia o al interés real.
El viaje relámpago de Clara Ponsatí a Barcelona intentando reanimar las migradas fuerzas del sector irredentista es un ejemplo. Se plantea un retorno épico que debía provocar la movilización popular y el apoyo de Europa, y todo queda en una concentración de unas decenas de jubilados y un juez que le dice que se vaya a casa. Viene a Barcelona cuando sabe, gracias a las modificaciones legales conseguidas por el independentismo más realista, que no será detenida porque su delito es menor. Llamar a su situación "exilio" es forzar mucho el lenguaje. Tanto los ciudadanos de Barcelona como la presidenta del Parlamento europeo pasan de ella. De su venida sólo fue épica la cobertura de la televisión pública catalana. Una escopetada de feria de la estrategia de Puigdemont y de Gonzalo Boye, un disparo en la línea de flotación del Junts más pragmático de Turull o bien de Xavier Trias. Ponsatí resulta un verso libre del independentismo unilateralista y más echado al monte. Acusa a los líderes de haber ido de farol en el 2017 y no tener nada preparado para una independencia que, a su juicio, "requiere de muertos". Una figura dudosa de la que parece que ahora quiere apropiarse un sector minoritario, extremo y muy a la derecha del secesionismo como es el hasta ahora fracasado movimiento de Primàries. En realidad, todo era mucho más sencillo. Tenía que haber comparecido ante el juez hace mucho tiempo, como todos si estamos citados. Todo lo demás, como canta La Lupe, es puro teatro.
La sentencia judicial condenatoria a Laura Borràs ha dado lugar a otro momentum de irrealidad. Condena por haber troceado contratos de la Administración y por falsedad en documento público. Desde el primer momento se ha envuelto con la bandera y lo ha intentado llevar al terreno de la persecución política, como un episodio más de lawfare. Menos su acrítico club de fans, todo el mundo político, independentista o no, le ha pedido que no arrastre más la ya tocada reputación del Parlament por el barro y dimita. Hace mucho que, por su causa, la segunda institución de Cataluña vive en la provisionalidad. Como se niega a cumplir con el código ético elemental de la política, forzará a que haya que modificar la normativa interna de la Cámara catalana y se la despoje del cargo. Se le ha terminado la carrera política. Mientras, se irá paseando por platós y emisoras de radio, además de las redes, intentando generar conflicto e insuflar energía en la banda de menguantes seguidores. Un liderazgo perverso que, a modo de Trump, confunde su egocentrismo y el exceso de narcisismo con lo que necesita el país. Negará la realidad, pondrá en cuestión el Estado de derecho erigiéndose en una perseguida que pulula haciendo agitación con bolsos de Louis Vuitton. Resulta irónico que, para no ingresar en prisión, su abogado –también el inefable Gonzalo Boye— deberá pedir el indulto al presidente Pedro Sánchez, que tiene la prerrogativa de otorgarlo. Probablemente cuando las circunstancias políticas acompañen se le concederá. Bien será que sea así justamente para desescalar determinadas dinámicas.
Tanto por las acciones de Ponsatí como por las de Borràs, es legítimo preguntarse si este espectáculo de tipo grotesco aporta o sirve de algo al país. Creo que no.