Hace unos días se presentaba en la Llotja de Mar el documento Present i Futur de Barcelona, avalado por unas 100 entidades de la vida social, económica y cultural de Barcelona, con una puesta en escena digna de los mejores actos sociales del “cap i casal”.
El documento está articulado en diferentes capítulos, desde la ciudad metropolitana, sus infraestructuras, la movilidad, la vivienda, el emprendimiento, el conocimiento y el talento, el comercio, el turismo y la cultura hasta finalizar con la visión inclusiva y solidaria de la ciudad.
Los diferentes ponentes analizaron las principales necesidades de los aspectos antes citados. La platea tenía un destinatario específico: los representantes políticos de las principales fuerzas que pueden gobernar la ciudad en un futuro próximo.
El documento tiene dos partes; la primera y más prolija: los deseos. Es un relato impecable que la inmensa mayoría de la gente puede avalar, pero tal vez lo sugerente y novedoso es la segunda parte, que plantea la foto que se hace de la ciudad, con la cual los relatores del texto no se sienten cómodos, no se identifican.
Es desde esta perspectiva de la segunda parte donde se pueden ver las limitaciones y carencias que tenemos. Así, desde el mundo privado, la principal conclusión es una falta de diálogo entre el sector público y privado. Diálogo que, salvo alguna honrosa excepción, es más un relato y un deseo que una realidad evidente.
Fruto de esta falta de diálogo se aplica la lógica de quien paga, manda. A lo que tocaría considerar que después de las inversiones, bien sean públicas o privadas, viene la gestión y el mantenimiento, con riesgo de que el sector público quede asfixiado en esta última responsabilidad.
A esta asfixia pública se le añade, en la mayoría de los casos, la falta de una política global metropolitana. La falta de vivienda pública asequible, una movilidad limitada y la escasa promoción económica conjunta lo certifican. La descoordinación de los diferentes operadores públicos y la excesiva burocracia son un freno para muchas iniciativas, bien sean de origen público o privado.
¿Cómo pasar del escepticismo militante al optimismo realista? Tal vez hemos de aprender que los maximalismos ideológicos están bien para las campañas electorales, pero sirven de poco en la gestión pública cotidiana, salvo que lo que se pretenda sea vivir en permanente tensión.
Consensuar quiere decir ceder, sumar, y para ello se necesita renunciar. El documento expresa deseos y buenas intenciones, pero si no recuperamos el noble arte de pactar, me temo que el documento estará en las mismas bases dentro de cuatro años, aunque me gustaría equivocarme. No caigamos en un numantismo ideológico, purista. Como dice el documento, el presente y el futuro están y son factibles y positivos, pero sin voluntad y esfuerzo, los deseos pueden diluirse y podemos perder oportunidades y parecer caprichosos. ¿Podemos abandonar los posicionamientos polarizadores? Nos estamos jugando el futuro de la ciudad.