Durante décadas, y hasta el final del procés, el relato a la vez victimista y autosatisfecho sobre la pureza, bondad y superioridad estética y moral y técnica, sobre el europeísmo de nuestra región… ese relato de excepcionalidad, se mantuvo sin mayor discusión.
Con la revelación de la famosa deixa, su esposa con los misales y sus hijos con las diferentes marrullerías, se le asestó un golpe letal al relato de la superioridad moral.
Luego vino el fiasco del mismo procés: su final en clave de farsa, el estupor general de la ciudadanía al constatarse que “no había nada preparado”. Constatar que Europa no miraba con simpatía el procés, ni mucho menos con complicidad, supuso otro golpe duro a nuestro narcisismo. Y seguramente cuando los juzgados empiecen a castigar con mayor o menor severidad a la “clase de tropa”, mientras la oficialidad es indultada o ni siquiera tiene que rendir cuentas, el nivel del desencanto (o lucidez) se disparará.
Por más que aquí se intente minimizar o relativizar, el caso Negreira viene a romper del todo el espejo narcisista. Arroja la sombra de una duda permanente sobre los éxitos pasados del equipo y la institución deportiva que es “más que un club”, que se ha definido como el ejército incruento de Cataluña, y de una dirigencia que se autodefinió como “el círculo virtuoso”. Ahora en San Mamés el público le arroja al equipo billetes falsos de 500 euros con el rostro de Laporta. Y el calvario no ha hecho más que comenzar.
Son ya muchos los golpes que agrietan el espejo narcisista de una sociedad que se jactaba de estar tocada por la gracia divina con un inefable “hecho diferencial”. Ningún hecho diferencial. La misma corrupción e incompetencia, o peor, que en todas partes.
No hay por qué flagelarse: estos desengaños son buenos, beneficiosos. Una sociedad no tiene que sobrellevar ni el peso ni las exigencias que le impone un relato puritano, orgulloso y victimista que la ha llevado al colapso. La verdad nos hará libres.
Y por cierto que contribuye al restablecimiento de la verdad el hecho de que vayan cediendo las rígidas costuras del relato histórico que ha impuesto el régimen durante décadas. Parece significativo que hasta en TV3% se hable –para gran irritación de los más fanáticos— de la importancia del tráfico de esclavos en la acumulación de capital de nuestra región. Antes “no tocaba” hablar de estas cosas. Es posible que si ahora “toca” se deba a la influencia –por una vez benéfica— de los comunes en el espacio del imaginario político.
En este sentido, insisto en la conveniencia de crear en Barcelona un “museo del esclavismo” que sería único y muy instructivo. Documentos, datos, estadísticas, memorias, perfiles biográficos, incluso barcos. Y experiencias “inmersivas” como aplicarle a todos los visitantes unos buenos grilletes en muñecas y tobillos durante el tiempo de su estancia en el museo, con opción de compra para seguirlos llevando fuera.
En una última estancia de ese museo, se podría poner al comentarista Trallero, o al cantante Lluís Llach, o a los dos, sentados en un banco, embetunados de pies a cabeza y con las cabezas bien escarificadas para parecer negros mozambiqueños, vestidos con taparrabos y cargados de cadenas.
El visitante echaría una moneda en una ranura, y automáticamente Trallero y Llach se pondrían de pie y se pondrían a cantar aquello que contaba Cabrera Infante en Tres tristes tigres: “Desde el fondo de un barranco / cantaba un negro en su afán: / ‘¡Dios mío, quién fuera blanco / aunque fuera catalán!’”.
En su día, Paco Candel, “el charnego bueno”, tuvo la desfachatez de interpretar este canto en un sentido positivo para nuestro narcisismo: según él, la frase quería decir: “Ojalá fuera yo blanco, aunque tuviera que trabajar tanto y tan duramente como hacen los catalanes”. O sea: ¡fíjate si seríamos laboriosos, que hasta los esclavos nos compadecían!
Esta trola no la supera ni Jordi Bilbeny, pero en los nuevos tiempos, con el espejo rajado de parte a parte, me temo que ya no cuela.