Es curiosa la diferencia de trato al caso Negreira en la prensa, según si esta es de Barcelona o no. El escándalo tiene dimensiones internacionales. En The Guardian y en la prensa francesa ocupa grandes titulares. En la prensa madrileña, también. En Barcelona no se ha podido tapar, la cosa es demasiado gorda, y se da en pequeñito y con cuentagotas, entre discretas tosecitas y carraspeos. Pero como son muchos los afectados –entre otros, todos los clubes de Primera División, que están que trinan—, ya veremos si esa cortina de humo no se la lleva por delante un vendaval.

A mí el fútbol ni me va ni me viene, decidí conscientemente renunciar a él desde la final de Copa de Europa a la que asistí en Atenas –seducido como estaba en aquellos años por la inteligencia de Cruyff—, y que el Barça perdió por cero a cuatro. Sentado en el suelo del aeropuerto, intentando entretener a los niños, esperando entre una multitud de desdichados que por overbooking se perdieron el vuelo de regreso, y viendo a lo lejos pasar a los directivos del equipo y a los periodistas deportivos más conocidos camino a sus aviones, que sí partían, tuve un rapto de lucidez, me di cuenta de que me estaba tomando el pelo a mí mismo con aquella “ilusión colectiva”, y que estaba haciendo el canelo, embobado por las genialidades de Cruyff y por ilusiones futboleras que son una prolongación de la edad infantil (lo cual no está mal, dicho sea de paso). ¡El Barça unas veces perdía y otras ganaba, pero yo solo perdía, ora el avión, ora el tiempo! 

Así que lo que ahora se ha descubierto –que el Barça es, “más que un club”, una especie de organización mafiosa de esas que en las películas amañan el combate de boxeo, “te dejas caer en el tercer round”—, no me afecta. Pero me gusta el caso Negreira por la lucidez, la enseñanza que aporta a los niños que he visto crecer “sintiendo los colores”, los que se creyeron “los valores” del equipo, los que disfrutaron de sus victorias y encajaron sus derrotas en la convicción de que eran obtenidas en buena lid. Negreira ha venido a decirles: “Despabila, chaval, los Reyes Magos son los papás. Y el tuyo, además, fue negrero”.

Siento pena, pero supongo que también les hará bien, pues siempre es mejor saber la verdad que vivir engañado, por los aficionados adultos que en las victorias del equipo encontraban un cierto consuelo de las desdichas y pequeñeces consustanciales al oficio de vivir, un motivo de orgullo, un bálsamo, una sensación de comunidad, el placer estético de reconocerse en la fisicidad de los atletas jóvenes y habilidosos burlando al adversario, venciendo combates incruentos…

Se les había dicho y repetido que “el Madrid” era el equipo de Franco, y que cuando ganaba, ganaba con trampas, con la complicidad arbitral. Ahora ya no podrán cantar el sarcástico “así, así gana el Madrid”, porque resulta que quienes compraban, literalmente, al vicepresidente de  los árbitros, eran “los nuestros”. Ahora el orgullo injustificado se acabó. Ahora el defensa Piqué no puede seguir haciendo el gallito como le gusta sin sentirse en falso y sin arriesgarse a que Casillas, o cualquier otro, le responda: “¿Por qué crees que no os pitaron un penalti en dos años, máquina?” ¡No le queda más remedio que madurar!

Porque, veamos: ¿cuál era el fin perseguido por el FC Barcelona al contratar de forma permanente, al tener en plantilla durante 20 años, nada menos que al vicepresidente del Comité Técnico de Árbitros? ¿Y a cambio de unos “informes verbales” de los que naturalmente no hay rastro?

¿De verdad hay algún culé tan cándido que se creerá que ahí no hay nada sucio, que todo es explicable y comprensible?

Obviamente, se contrató a Negreira para influir en el estamento arbitral. ¡No es bonito! Nadie que respete su propia inteligencia puede creer en las grotescas –y amenazantes— explicaciones de Laporta (¿le comprarías al señor Palancas un coche de segunda mano?) ni en las investigaciones “externas” que ha encargado. Las amenazas del exárbitro Negreira de tirar de la manta confirman el carácter de las relaciones que durante tanto tiempo sostuvo con la directiva del equipo.

Todo esto, por cierto, recuerda y está en sintonía con Pujol, quien, acosado por el caso Banca Catalana –que en otro país hubiera dado con sus huesos en la cárcel— proclamó (año de 1984) que “en adelante, de ética y moral hablaremos nosotros, no ellos”. Pero tal presunción acabó por derrumbarse cuando confesó sus “misales” andorranos. A partir de ahí, de ética y moral no pudo ya hablar. Eso fue el principio del final de CiU, a cuyos penúltimos estertores asistimos ahora cuando la última cabecilla del partido está siendo juzgada por unas infracciones contables, proceso que ella intenta, sin que ya cuele, presentar como un juicio inquisitorial de Ejpañia. A ver si hay suerte, aunque pinta mal, la verdad.