Se extingue la hegemonía del 2003, el año en que Joan Laporta, el Kennedy español, accedió a la presidencia del Barça. Él vivirá en el podio mientras dure su memoria, porque el olvido que ya se intuye desatará la dispersión abrasiva del último sobresalto: el caso Negreira, el pago de un dineral al que fuera vicepresidente del Comité Técnico de Árbitros, la sombra alargada de una sospecha de las que te van minando mucho antes de estallar. El Barça cae en un aterrizaje sin pista, como cayó Ícaro sobre su mar, que fue al mismo tiempo su mausoleo. Laporta se librará de cargos porque el presunto delito en su primera etapa de presidente está sobreseído, pero su generación queda manchada. La Nueva frontera de Sandrusco, Bartomeu, Moix, Vicens, Castro, Ingla, Vives-Fierro, Soriano, Monés, Rovira, Cambra, Vilarrubí o Ferrer es ya un canto de cisne. La renovación generacional ha sido un fiasco. Los novísimos han caído después de sepultar a los nuevos (Bassat y Víctor Font). Los entrenadores Valverde y Luis Enrique deberán declarar ante el juez del asunto Negreira en calidad de testigos y, en el ínterin, otro juez, tras una denuncia de La Liga, ha dictaminado que Gavi, el niño capaz de meter la cabeza en una lavadora centrifugando, no tenga ficha del primer equipo.
Todo son trasuntos del pasado glorioso y del presente secretamente pensado para ofrendar ante el altar del 0-1. Hay que estar loco para comprar al número dos del arbitraje español; pero la dirigencia del éxito deportivo actuó sin complejos, colgada del alambre soberanista. Y además de loco, hay que ser listillo para colar las licencias de edad en el Parlament, el reglamento especial que permitía a los altos funcionarios cercanos a la jubilación cobrar el sueldo íntegro sin ir a trabajar. Las licencias por edad se introdujeron en el régimen laboral de la Cámara en 2008, bajo el mandato de Ernest Benach (ERC), y se mantuvieron durante las presidencias de Núria de Gispert, de CiU; de Carme Forcadell, de ERC, hasta llegar a Laura Borràs. La broma nos ha costado cerca de dos millones al año.
Las directivas del Barça, que alimentaron al exárbitro, daban de comer a la bestia que te corroe las entrañas. Pero ahora resulta que el club nunca se benefició de los arbitrajes porque Negreira solo daba consejos, no delinquía, aunque pasaba por caja al advertir de la venalidad de una casa en la que quiso dejar de ser víctima para ser victimario. El bueno de Lluís Canut escribe que en vez de tanto hablar del árbitro nos fijemos en José Plaza, que fue presidente del Comité de Competición en los setenta y los ochenta y que un día dijo: “Mientras yo ocupe este cargo, el Barça no ganará ninguna liga”.
Lo de siempre: el nacionalismo futbolístico español es el malo; el nuestro, no. Pero lo cierto es que ambos son igual de dañinos, responden a pasiones identitarias desprovistas de las ideologías que sostienen el fair play de la civilización europea. El nacionalismo futbolero alimenta la paranoia excluyente que dice la bandera es mía y el himno es inmutable.
El Barça y su nación beben el néctar de la fatalidad; en cambio, el fútbol y su emoción comparten el pan y el vino, derraman generosidad. La transversalidad de la pelota es enemiga del pucherazo patriotero tan unido a la destreza del comisionista. Las tardes de partido admiten la ironía y admiran el hechizo de los magos del balón. Pero a medida que se conoce mejor la quiebra técnica de los balances del Barça –¿dónde está la Forensic que prometió Laporta?—, la grada pierde la sátira alegre y se adentra en la Comedia del Arte, se italianiza. La gente dice ya que los equipos del futuro se construyen desde atrás.
La UEFA está lista para dejar al Barça fuera de la Champions League por el turbio asunto arbitral. Asoma un calvario y nadie podrá decir que este Gólgota no se veía venir. En el Parlament reina el falso oficio telemático de las togas, mientras el més que un club embarranca la moral calvinista. Es el biscotto catalán.