El martes pasado fue San Valentín, un día cualquiera en mi calendario vital hasta que el 14 de febrero de hace tres años me sometí a una in vitro –es decir, ese día me transferían un embrión al útero— y tuve una especie de revelación. “Hoy es el día de los enamorados, así que tiene que salir bien. Me quedaré embarazada de un niño y será el hombre de mi vida”, le dije riendo a la ginecóloga.

La suerte se puso de mi lado y, 10 días más tarde, por muy poco creíble que suene, una analítica confirmaba que estaba embarazada de quien es hoy mi único hijo: un enano de dos años y medio al que quiero infinito, a pesar de que el martes intenté pintarle un bigote negro debajo de la nariz para cumplir con las normas escolares del Carnestoltes y lo único que conseguí fue que se adueñara del lápiz de maquillaje y pintarrajease toda la mesa de la cocina.

Estuve a punto de enfadarme mucho con él, pero entonces recordé que ese día era San Valentín –nuestro día —, y que a mí de pequeña tampoco me gustaba nada que me maquillaran o disfrazaran.

No sé cómo evolucionará mi hijo, pero en mi caso, el sentido del ridículo fue yendo en aumento mientras crecía. Recuerdo como una pesadilla mi primer Carnaval con las amigas de la universidad, con 18 años. Una de ellas, María, nos propuso ir al Carnaval de Sitges disfrazadas de mexicanas. Había conseguido unos trajes tradicionales muy auténticos y una amiga suya, peluquera en Badalona, se había ofrecido a peinarnos y maquillarnos gratis para la ocasión.

Pero al llegar a casa de María, ¡sorpresa!, no había trajes de mexicana suficientes para todas, así que una tendría que ir vestida de hombre. Lo echamos a suertes y me tocó a mí. El resultado fue que aparecí en Sitges vestida de mariachi, con un enorme sombrero fijado en mi pelo engominado y un mostacho negro bajo la nariz, mientras mis amigas lucían trenzas y un colorido huipil que atraía las miradas de lo chicos.

“¡De verdad eres una chica?”, recuerdo que me preguntó más de uno a altas horas de la madrugada por aquellos bares abarrotados de la calle del Pecat. Tuve que aceptar que esa noche ligar iba a ser misión imposible, así que me dediqué a beber y a tratar de olvidar mi aspecto externo, sin éxito.

Desde entonces, no he vuelto a disfrazarme, más allá de colgarme algún collar de flores para la típica fiesta hawaiana que cae en verano. Odio disfrazarme. Me escaqueo de cualquier fiesta o despedida de soltera que implique ir vestida de alguna forma rara. ¿Seré una sosa?, ¿una rancia?, me pregunto a veces. Quizás sí. Un día le prometí a un amigo que para celebrar mis 40 me disfrazaría de Emperatriz infantil, mi personaje favorito de La historia interminable después de Atreyu. No cumplí con mi palabra. Podría ser el reto para mis 50. Alguien debe proteger el reino de Fantasía de la Nada, aunque sea disfrazado.