Un humorista de TV3% empieza sus programas haciendo chistes escatológicos contra España --si esos chistes tienen o no gracia, eso ya depende cada cual--; parece que muchos espectadores se han enfadado, han reclamado en las redes sociales que la marca de cerveza que patrocinaba esos chistes les retirase el patrocinio, los cerveceros han decidido que no les interesa asociar su imagen a los mensajes del humorista escatológico, y éste se ha quedado sin cerveza.
Esta anécdota recuerda a Clara Ponsatí cuando ocupaba la cátedra Juan Carlos I, pagada por el Estado en no sé qué universidad norteamericana, y la aprovechaba para despotricar contra la democracia española. La denostaba como mera prolongación del franquismo, con una interface más amable. Cumplido su contrato de dos años, no le fue renovado, para su gran perplejidad: el ministerio decidió que no tenía por qué seguir manteniendo a una docente que en vez de prestigiar la reputación internacional de España la desprestigiaba con contumacia. Así que Ponsatí tuvo que volverse para Europa muy disgustada, sin dejar de clamar contra la intolerancia dictatorial del “Estado”. Ahora anda haciendo el saltimbanqui por esos mundos.
Al catalán, por definición, por lo menos al catalán prototípico y tradicional, al catalán de antes de que se rompiera el pacto de prosperidad que le había sido beneficioso durante varias generaciones, los saltimbanquis no le gustan. El catalán es un ser que quiere considerarse serio, formal y cumplidor. Su tendencia conservadora se compadece mal con el aventurerismo y las salidas de pata de banco. Su vida puede estar llena de frustraciones y de contradicciones, como la de cualquiera, pero no de payasadas públicas. Es el “tout, sauf le ridicule”, que le dijo Tarradellas a De Gaulle, cuando éste le preguntó qué c… pensaba hacer en Saint-Martin-le Beau.
Al catalán --por lo menos a aquel catalán de toda la vida-- no le gustan las improvisaciones, no le gustan “els penjats”, ni “els xitxarel.los”, ni la gente que se endeuda, prefiere la solidez. Observa con ironía al que se excede con la lírica y al que “estira más la mano que la manga”; el catalán “no està per romanços” (una expresión muy iluminadora, aunque glacial); le gusta llamar “al pan pan, y al vino, vino”: o sea, nada de “néctar divino” y demás barroquismos y entelequias.
Cuando uno se sale de los raíles y hace el tarambana, el catalán le califica como un “saltimbanqui”, que es lo peor de lo peor, alguien que no es digno de ser tomado en serio. En general al catalán todo lo que sea perder la compostura no le gusta (salvo a algunos de una subespecie que frecuenta la Barceloneta, en bañador, ante grandes jarras de cerveza). Todo lo que sea “fer volar coloms” (hacer volar palomas) le hace chasquear la lengua y le parece reprobable. El catalán se considera respetable y serio, tiene un temperamento materialista y descreído, busca el orden, la razón y las cuentas claras. No le gusta que le “enreden”. Todo esto puede hacer de él un personaje seco, quizá antipático, pero por lo menos es fiable. En el fondo es un ser de pundonor, de vergüenza propia, quizá de timidez. En parte viene de ahí esa rabia que le ha entrado contra los dirigentes que le engatusaron en la aventura del procés. ¡Pensaba que eran unos estadistas y resultaron ser unos saltimbanquis!
Esa señora Ponsatí y el cómico de la cerveza son claramente saltimbanquis, pero tienen su parroquia que les ríe las gracias, lo cual quiere decir, seguramente, que el catalán --probablemente a partir de la ruptura de ese pacto de prosperidad que he mencionado antes: a partir del empobrecimiento de las familias-- ha mutado.
Es verdad que de unos años a esta parte parece que no solo en Cataluña, sino en todas partes, estamos en la era estelar de los saltimbanquis.