Cuando Nicola Sturgeon, ministra principal del Gobierno nacionalista escocés, anunció el pasado 27 de junio que iban a celebrar un nuevo referéndum de independencia el 19 de octubre de 2023, se desató la euforia en los independentistas de aquí.
Por supuesto, no tuvieron ni una palabra crítica hacia una decisión muy discutible. En 2014, el primer referéndum escocés, con una participación del 84,6%, fue contundente: 55,3% de rechazo a la independencia y 44,7% a favor. Se dijo entonces que la cuestión había quedado zanjada por lo menos una generación. Pero no, los independentistas escoceses, como cualesquiera otros, exigirán tantos referendos como hagan falta hasta que salga un sí mayoritario.
El digital Vilaweb, notoria fábrica de ideología secesionista, recabó a primeros de julio la opinión de 12 pesos pesados del independentismo (Dolors Feliu, Elisenda Paluzie, Clara Ponsatí, Carles Puigdemont, Carles Riera, Quim Torra, Jordi Turull…). Resumir lo que opinaron es fácil: coincidencia total en la oportunidad que representa la nueva convocatoria escocesa para el independentismo en Cataluña.
Cuando el 23 de noviembre el Tribunal Supremo del Reino Unido resolvió por unanimidad que el Parlamento de Edimburgo carece de competencia para convocar un referéndum y, encima, precisó que la autodeterminación no era aplicable a Escocia, los de aquí sublimaron la decepción por elevación: los Estados vuelven la espalda a la democracia, la autodeterminación se ejerce (1-O), la independencia se conquista…
El independentismo nunca se plantea la legitimidad de pretender la secesión de regiones de Estados europeos que poseen autonomía política, recursos y medios que, como en el caso de Cataluña, ya quisieran para sí algunos terceros Estados. Añadamos que Cataluña como autonomía tiene más de todo que Escocia pese a estar, según Puigdemont, sometida a un “Estado represor de una democracia podrida”. El espejo escocés está rayado y puede quedar hecho añicos con próximos golpes.
Y ahora resulta que Cataluña es el espejo de los independentistas escoceses. El plan b de Sturgeon consiste en hacer de las próximas elecciones al Parlamento de Edimburgo en mayo de 2026 un plebiscito, figurando la independencia como punto central del programa electoral nacionalista.
Es lo que intentó Artur Mas en las elecciones al Parlament del 27S de 2015. Los independentistas ganaron en escaños favorecidos como siempre por una ley electoral que prima las circunscripciones de la Cataluña interior, pero solo obtuvieron el 47,78% de los votos frente al 52,22% de las formaciones no independentistas.
Aunque en Escocia los nacionalistas superaran el 50% en unas “plebiscitarias” ¿después, qué? Ese resultado no otorgaría otro título que el de formar Gobierno en Escocia. Mejor que no se miren en el espejo catalán del 1-O y de la DUI del 27 de octubre. El Estado del Reino Unido rechazaría la unilateralidad, que choca frontalmente con la tradición jurídica británica, además de vulnerar la Ley de 1998, sobre devolución de autonomía a Escocia. Sturgeon lo sabe y no se apunta a esa ruptura. Los procesos no son tan similares como se pretende. Los escoceses han dado muestras de un respeto de las normas jurídicas y de las reglas de la democracia que los de aquí se saltaron a la torera.
Sturgeon, al proponer la celebración de un nuevo referéndum, habrá conseguido lo que a los de aquí les sale de maravilla: tapar con la bandera la mala gestión de Gobierno –el servicio de salud de Escocia es el que peor funciona del Reino Unido— y negociar más recursos y más competencias, si lo permite la Ley de 1998, mucho menos favorable a la autonomía que la legislación española.
En lo que más se parecen los independentistas de ambos procesos es en no aceptar la realidad irreversible de las fronteras estatales en la Europa del siglo XXI, realidad en absoluto desfavorable en libertades y seguridad para las regiones autónomas, que participan de la protección de los Tratados de la UE y la OTAN, y que en una hipotética secesión la perderían, pero que cuestionándola los dirigentes viven políticamente de autodeterminaciones pendientes.
Combatir el autodeterminismo en Cataluña y en Escocia sirve a Europa y mejor hacerlo a nivel europeo. Un conjetural triunfo de los autodeterministas –de esos y de otros— sería el fin de Europa por la desintegración de Estados constituyentes de la UE y la fragmentación de Europa en irrelevantes entidades frente al poder de los Estados Unidos, la economía global de China y el expansionismo agresivo de Rusia.
No llegaremos a este extremo, pero la sola idea de tal posibilidad debilita a Europa. En los competidores de Europa esa posibilidad no existe, entre otras razones, porque no la toleran.