Para entender lo que está sucediendo desde hace un tiempo en China, que finalmente ha acabado generando protestas ciudadanas del todo excepcionales en un país sometido a una férrea dictadura, es útil volver a John M. Keynes. En el capítulo final de su famosa Teoría general (1936) afirma que “el poder de los intereses creados es vastamente exagerado cuando se lo compara con el gradual avance de las ideas”. El famoso economista concluye que “tarde o temprano son las ideas, y no los intereses creados, las que son peligrosas” para el desarrollo de la sociedad o la economía. Es decir, con los intereses se puede negociar, pactar, pero con las ideas, sobre todo cuando estas encarnan a grupos políticos o representan visiones del mundo antagónicas, no. Pues bien, esta reflexión nos ilumina sobre el hecho de que el Gobierno comunista de Xi Jinping ha convertido la absurda pretensión de erradicar el virus (la política de “Covid cero”) en una doctrina oficial con la que exhibía una supuesta superioridad moral frente al mundo occidental. Superioridad porque la cifra de muertos en China por el Covid es ridícula al haber tenido al país confinado y encerrado, pero que es una estrategia errónea para lograr la gripalización del virus. Una doctrina, pues, que no sirve a los intereses económicos, ni tampoco es útil para acelerar el fin de la pandemia, pero que se ha convertido en una señal de identidad del poder de Xi.

La lógica de “los intereses creados”, que diría Keynes, hacía suponer a muchos analistas que después de la celebración del congreso del Partido Comunista, en el que Xi fue reelegido para un nuevo mandato, dicha política se suavizaría porque lo que tenía sentido en el primer año de la pandemia, cuando no existían vacunas, hace tiempo que dejó de tenerlo. Pensar en eliminar el virus en un país de 1.400 millones de habitantes, inmerso en una economía globalizada, es una inmensa estupidez. Como hemos podido experimentar todos nosotros, lo que ha hecho el virus desde 2020 es mutar muchas veces, volviéndose cada vez más contagioso, pero perdiendo virulencia con el paso del tiempo, mientras las personas nos hemos ido inmunizando de forma natural y gracias también a las vacunas, que han ayudado a disminuir la mortalidad y los ingresos hospitalarios. La estrategia occidental ha sido la de convivir con el virus. En cambio, la política del Gobierno chino desde el principio de la pandemia hasta hoy es erradicar el virus, como si se tratase de un enemigo a combatir, mediante cierres estrictos y confinamientos brutales a la mínima que se detectaba un número pequeño de contagios, impidiendo la movilidad y los contactos sociales, cerrando fábricas y ciudades enteras a cal y canto, con unas medidas de control de distopía orwelliana.

Las consecuencias para la vida de los ciudadanos son tan graves que, si bien no existe una oposición organizada al régimen comunista, entre otras razones porque fue aniquilada con saña tras las protestas de la plaza Tiananmen (1989), el descontento es enorme y pone al Gobierno de Pekín en una situación bastante complicada. Pese a la censura, los chinos saben que el resto del mundo hace ya vida normal y sin mascarilla en casi todas partes. El régimen es víctima de una política que, si bien inicialmente fue exitosa, a la larga se ha demostrado errónea, pues ha impedido la imprescindible inmunidad de grupo. Además, la vacuna china no parece ser tan eficaz como las occidentales y para adquirir la pauta completa se necesitan tres pinchazos, lo que complica la vacunación masiva. No obstante, las cifras de contagios que las autoridades notifican estas últimas semanas son muy pequeñas si las comparamos con los porcentajes que teníamos en Europa hace un año, y la inmensa mayoría son casos asintomáticos.

Realmente, no se entiende a qué tiene tanto miedo el régimen. Xi podría haber rectificado tras su reelección, pero es víctima de haber convertido la política de “Covid cero” en una ideología que, además, le permitía experimentar con nuevas formas de control social mediante sofisticados medios tecnológicos. Pero todo tiene un límite, y al final le ha estallado en las manos porque una cosa es aceptar vivir en una dictadura que te ofrece una perspectiva personal de mejora económica y prosperidad, y otra sentirse permanentemente prisionero en tu casa. “No queremos más pruebas PCR, queremos libertad”, un grito que resume la angustia de una sociedad que exige ya el final de esa pesadilla. Si el régimen no rectifica, el malestar por los encierros con el estrangulamiento de la economía puede mutar en un contagio político de enorme magnitud que acabe poniendo a Xi en la picota.