En una secuencia de The crying game (1992), la película de Neil Jordan que aquí se estrenó como Juego de lágrimas (aunque la traducción más aproximada sería La presa llorosa), hay una secuencia que no sé si se habría podido rodar hoy sin suscitar las iras del sector más intransigente de la comunidad trans (o incluso las de Irene Montero): el protagonista, un exmiembro del IRA llamado Fergus (Stephen Rea), se va a la cama con la novia de un soldado inglés eliminado por los suyos; aunque le tiene cariño, Fergus observa en el momento álgido del encuentro que la encantadora Dil viene con una sorpresita entre las piernas que no solo no le hace ninguna gracia, sino que lo fuerza a correr hacia el baño y vomitar en el retrete. Pese a su pasado como terrorista, Fergus es un buen chico y no tiene nada contra Dil, pero en su condición heterosexual, esa revelación no anunciada le quita las ganas de seguir adelante con su lance erótico. A la mayoría de los espectadores le pareció normal su reacción cuando el estreno de la película, pero puede que hoy The crying game sufriera acusaciones de transfobia y su director fuese tildado de machista irredimible. No hay más que ver lo que ha ocurrido recientemente con determinados libros o según qué tomas de posición sobre el fenómeno trans, cuyo sector más radical está dando unas muestras de intolerancia francamente preocupantes al apuntarse a lo que parece una nueva inquisición supuestamente progresista. No hace falta odiar a los transexuales para entender la posición de Fergus: nadie le avisó de lo que se iba a encontrar en la piltra cuando llegara el momento de consumar la relación.
He pensado en The crying game a partir de algunas cosas leídas en las redes sociales que me parecía que bordeaban el delirio. Sobre todo, en dos posts de Facebook. El primero recogía las desgracias de una mujer trans que se quejaba de que cada vez que conseguía llevarse a un hombre a la cama, este salía corriendo al descubrir que, como Dil, venía con una sorpresita entre las piernas. La conclusión de la interfecta era que los hombres a los que seducía estaban aquejados de una preocupante transfobia cuyas consecuencias pagaba ella con el celibato involuntario (curiosamente, no le preocupaba lo más mínimo haber ocultado a sus pretendientes su realidad biológica). En otro post aún más radical, alguien acusaba de machismo y transfobia a los hombres que se negaban a besar un pene femenino, aunque pene femenino suena a un oxímoron en la línea barojiana de El pensamiento navarro (o sea, o pene o femenino). Según el post en cuestión, todo hombre que no cree en la existencia del pene femenino es un machista y un tránsfobo, en vez de ser, simplemente, algo mucho más sencillo y normal: un hombre heterosexual acostumbrado a que las mujeres salgan de fábrica con su vagina y su canesú al que se le quitan las ganas de hacer nada cuando descubre entre las piernas de su compañera de esparcimiento algo que, según él, no debería estar ahí. De hecho, el hombre en cuestión no necesita ni vomitar como Fergus para demostrar que es un troglodita: le basta con no querer practicar una felación femenina (algo también imposible por definición).
Estamos ante dos quejas que solo puedo calificar de absurdas e intransigentes. Según quien las emite, para ser un hombre progresista, tolerante y empático te tiene que dar lo mismo ocho que ochenta y si te encuentras un pene en vez de una vagina, pues te aguantas y te apañas con lo que hay, que mira que llegas a ser caprichosito, chaval. Deduzco también que no es necesario avisar al hombre, por cocido que esté, de lo que se va a encontrar en la piltra, y que, si reacciona mal, la culpa no es de quien no le ha puesto en guardia, sino del hombre en cuestión, que es un intolerante, un machista, un tránsfobo y un ignorante que aún no se ha enterado de que en este mundo hay hombres con vagina y mujeres con pene.
A riesgo de que me cancelen, debo solidarizarme con Fergus y con los innominados machistas intolerantes de los posts de Facebook. Más que nada, porque no creo en la existencia de hombres con vagina y mujeres con pene. Creo que eso no me convierte en tránsfobo, pero según la nueva inquisición, la que quema libros como Nadie nace en un cuerpo equivocado, puede que sí lo sea. Treinta años después del estreno de The crying game, seguro que hay menos hombres que lleguen al vómito al encontrarse en la situación de Fergus, pero no hay que acusarles de machistas, intolerantes y tránsfobos cuando el único subtexto de su actitud al salir corriendo vendría a ser: Mujer, estas cosas se avisan.