La situación actual de la política catalana recuerda la revolución de 1830 en París según el incombustible Talleyrand. Mientras por las calles de la capital francesa se enfrentaban liberales y absolutistas, Talleyrand se asomaba de tanto en tanto al balcón, y al tercer día le comentó a su criado: “Parece que los nuestros ya van ganando”; y éste le preguntó: “Pero ¿quiénes son los nuestros?”, y el político camaleónico le contestó: “Para estar seguro de eso, mejor te lo diré mañana”.
Así han debido pensar muchos excargos nacionalistas desde la destitución de Laura Borràs y Jordi Puigneró, y días sucesivos. Los casos de Carles Campuzano o Joaquim Nadal no son ejemplos de transfuguismo, sino de fidelidad y agarre al eje principal de la política catalana desde 1980. Los que entran ahora también comulgan en misa diaria con el divino dogma de la nación, igual que los salientes. Es un espacio político único de vasos comunicantes.
El nacionalismo catalán no se rige, en primer término, por criterios de gobernanza, gestión y servicio público sino por la propia exigencia de perpetuarse en el poder. Esa imperiosa necesidad explica sus acuerdos de gobierno, alianza o coalición entre familias. Y, en otro contexto, ese mismo impulso de permanencia, le lleva a romper los acuerdos si las tácticas de diferenciación entre ellos son insuficientes y, sólo si es necesario, se cambia de estrategia para conservar el poder. Y a río revuelto ganancias de pescadores, de la misma cofradía, por supuesto. Como le sucedió al franquismo, el nacionalcatalanismo es también una suma de familias mal avenidas, pero con un credo y un mesías libertador. La discrepancia ahora es el nombre de este último.
No niego que, por ejemplo, haya algún matiz ideológico que diferencie a Meritxell Serret de Gemma Ubasart, pero en el fondo y en la superficie esa nimiedad solo tiene interés en esas breves charlas de café que suelen iniciarse con el cortés ¿y la familia qué tal? o el hoy ha llovido, mañana hay barro. En el ejercicio del poder no hay diferencia ideológica y sí una ridícula genuflexión ante la Mare de Déu de la Pàtria, propia de todo fundamentalista que intenta catalanizar aquello que responde a condiciones particulares y no a la diversidad del común de los mortales.
Para muchos, la primera impresión que ha causado esta crisis del Govern es que el nacionalismo catalán había entrado en una fase antropofágica. El independentismo se rompe, ¡un éxito de Pedro Sánchez y su cansino diálogo!, han asegurado otros. Para aquellos que no comulgan con un dogma nacional, ver a esta tribu de iluminados canibalizarse es algo más que entretenimiento. Lástima que, después de un par de horas, la película termina, y tras la ficción en la pantalla llega de nuevo el tiempo de la ficción en la realidad. Nos hemos comido las palomitas con el deleite de escenas gores, pero después constatamos que el dinosaurio aún sigue ahí. Ha sido un canibalismo fake, pura representación para justificar un leve giro en la estrategia posibilista de una parte de la clerecía nacionalista. Ahora no toca la independencia, sino tomar el mayor número de las alcaldías en el área metropolitana. La tregua con el Estado continua a la espera del triunfo final.
Señalar cual es el rincón de pensar a los indepes más fanáticos ha sido el gesto del tándem Junqueras- Aragonès. Decía Tagore que “no es tarea fácil dirigir a los hombres; empujarlos, sin embargo, es muy sencillo”. Y eso es lo que han hecho, meterles un poco el codo y desplazarlos del Govern, a ver si esa mayoría de Junts comprende que ahora lo que toca tener es conseguir una presencia decisiva en Santa Coloma de Gramanet, L’Hospitalet, Cornellà… Sin esa conquista no es posible preparar un nuevo golpe anticonstitucional. De ahí que hayan remodelado el gobierno. Y, prietas las filas, los Nadal, Campuzano o Ubasart han dado un paso al frente. ¿Están de vuelta? No, de tanto en tanto han estado, como Talleyrand, asomándose al balcón. Nunca se fueron.