Mi hijo está a punto de cumplir los 2 años y diría que está entrando en una de las fases más divertidas de su vida. Ha descubierto que le encanta la pizza, que la almohada de su madre es más “guay” que la suya, que puede pararse en medio de la calle a cantar “la lluna, la pruna” y la gente le sonríe, que el supermercado es un lugar idóneo para explorar las ruedas del cochecito y jugar al “te pillo”.

Yo soy la primera que me río con sus payasadas y, mientras lo miro, me pregunto cómo es posible que apenas recordemos estas primeras etapas de nuestras vidas, sin duda de las más alegres y divertidas, si uno tiene la suerte de crecer rodeado de una familia que le quiere.

A veces hago el esfuerzo de mirar atrás y trato de recordarme a la edad de mi hijo, o un poco mayor. Me aparecen imágenes de estar jugando con una cuchara grande de plástico en una guardería de Barcelona, de cuando me disfrazaron de ratoncita, de una canguro que se llamaba Santi con quien jugaba a las barriguitas, de ir en coche con mi abuelo, siempre muy serio al volante, o de cómo lloraba y me aferraba a la puerta del piso cuando sabía que mis padres se marchaban a cenar fuera. Luego mi memoria ya salta al colegio, con 5 o 6 años, y me veo igual que ahora, pero cubierta con una bata de cuadros amarillos: era una niña más o menos responsable, simpática, amiga de todo el mundo (“no tienes personalidad”, me criticaban algunas compañeras de clase cuando se peleaban entre ellas y yo no tomaba partido), que huía de los protagonismos y de las actividades en grupo, que podía estar de mal humor por las mañanas y me agobiaba cuando me daban órdenes. No he cambiado tanto, me digo, mientras observo a mi hijo y me pregunto si con los años seguirá siendo el mismo niño dicharachero, cariñoso y un poco travieso, o se volverá un borde, un repelente o un perezoso.

Según el filósofo británico Galen Strawson, citado esta semana en un reportaje en The New Yorker, el mundo se divide entre los que miran atrás y sienten que siguen siendo los mismos que cuando tenían 3, 15 o 34 años, y los que dicen no tener nada que ver. Los primeros, entre los que me incluiría, son los llamados continuers –continuadores—, mientras que los segundos son los divisers –divisores—, los que no se identifican con sus yo pasados. Esos últimos, según Strawson, son simplemente más “episódicos” que otros: se encuentran bien viviendo el día a día, sin tener en cuenta un arco argumental más amplio. “No percibo mi vida como si fuera una narración, y tengo poco interés en mi propio pasado", escribe Strawson en un ensayo llamado El sentido del yo.

A veces, cuando alguien me ha preguntado si me veo diferente a 15 años atrás, cuando tenía pareja estable y vivía en el extranjero, me gustaría ser un poco más “episódica” y decir “sí, soy otra persona, he madurado”. Pero la verdad es que sigo sintiendo que soy la misma, con las mismas virtudes (¿optimista?, ¿divertida?, ¿simpática?, ¿responsable?) y debilidades (¿poco ambiciosa? ¿demasiado impaciente, impulsiva, pasota, impertinente?), y creo que los amigos que me conocen desde que soy una niña estarían de acuerdo. Yo también los veo igual.

De mayor, sin embargo, he entablado amistad con algunos seres “episódicos”, gente que no cuenta nada de su infancia, o que no se sienten cómodos recordando anécdotas de su pasado cuando yo les hago preguntas para saber cómo eran de niños. Me da rabia conocer a alguien y haberme perdido tantos años de su vida. Pero a veces, aunque no se explayen, hay detalles sutiles que revelan el niño que un día fueron. Pienso en la mirada de ilusión que pone un amigo fotógrafo cuando espera a que las rebanadas salten de la tostadora –“¡bling, bling!”— y no me queda duda de que fue un niño curioso y alerta con los detalles, como lo es ahora. O en la delicadeza con que otro amigo médico (aunque le hubiera gustado ser físico) agarra los cochecitos de juguete de mi hijo y se alegra cuando ve que las puertas se abren y cierran. “Los que tienen puerta son los mejores”, me dijo, sin contarme que de pequeño tenía una valiosa colección de cochecitos con puertas y se enfadaba mucho cada vez que su hermano pequeño las rompía. Quien me lo contó fue su madre que, harta de que se pelearan, terminó sacándoles las puertas a todos.