Una asociación que trabaja para ayudar y atender a la gente que vive en la calle, acaba de realizar un censo completo en Barcelona. Nos hablan de 1.231 personas. Muchas, demasiadas. Más de mil historias y vidas que no tienen las condiciones para poder llamarla de esta manera.
Afirman que se ha doblado la cifra de los que existían antes de la crisis del 2008. La ciudad turistificada y emblema de la modernidad convive sin demasiados problemas con este drama, con esa falta total de respeto, consideración y dignidad que implica que alguien no disponga de un techo básico en el que desarrollar una existencia decente. No hay proyecto vital, perspectivas de futuro para la gente condenada a vivir al raso.
El problema es que nos hemos acostumbrado demasiado a convivir con esa realidad. Cuando nos los cruzamos, miramos hacia otro lado para no tener mala conciencia y para que no se vea herida nuestra extrema sensibilidad. Su condición de total exclusión nos interpela y nos resulta más práctico ignorarlos.
Sufren el extremo calor del verano, las noches frías del invierno, la falta de higiene, la escasa alimentación, la enfermedad y, lo que es mucho peor, nuestra indiferencia y la condena a una soledad absoluta mientras han de sobreponerse a sus fantasmas. A estas alturas, ya no cuentan ni con los cajeros automáticos de las oficinas bancarias, ya que las instituciones financieras se han ido volviendo invisibles en nuestras calles.
No hay demostración de mayor fracaso de nuestra sociedad, de la capacidad de generar formas de exclusión múltiples hasta el extremo de aceptar la normalidad de personas abandonadas a su suerte en el portal de casa o junto a los contenedores de basura.
Ciertamente hay entidades que se esfuerzan en paliar la situación de esta gente y, probablemente, sería demasiado simple e injusto acusar a los ayuntamientos y al resto de administraciones de dejadez o de inacción. Los servicios sociales, me consta que, donde más donde menos, realizan esfuerzos y habilitan albergues, comedores y zonas de acogida donde cubrir un mínimo sus necesidades. Pero resulta obvio que no es suficiente. Una evidencia más de las limitaciones de nuestra civilización y de la trituradora de posibilidades de vida plena en las que se ha convertido nuestro sistema económico y social.
No es un tema especialmente barcelonés. En todas nuestras ciudades existe una cuota de esta exclusión máxima. En España se calculan en más de 40.000 las personas que se encuentran en esta condición. En Europa, más allá de migrantes y refugiados, son varios millones. En el rico barrio de Manhattan te los puedes encontrar en cada esquina.
Ciertamente el tema es complejo y las causas de tanta gente en esta situación son muy variadas y no todas ellas derivadas directamente de la exclusión económica. Problemas de alcoholismo y otras adicciones conviven con cuadros de enfermedades mentales muy diversas.
También es cierto que, en su estado, muchos de ellos se niegan a recibir auxilio o acudir a comedores o dormitorios sociales. Pero a pesar de ser un tema con raíces muy estructurales y que es necesario preservar los derechos personales de todos ellos, moralmente no se puede aceptar.
El abandono y la miseria extrema es algo que no debería ser posible en esa parte del mundo donde nos sobra de todo. No hablo de ser más compasivos, lo que de hecho no estaría mal, ni de impregnarnos de una especie de buenismo ligado a la caridad cristiana, ni tampoco de evitar el carácter antiestético, la pérdida de glamour, que a una ciudad de diseño le da gente durmiendo envuelta con cartones que nos recuerdan que más allá de nuestro bienestar, la autosatisfacción y nuestro narcisismo, existen otras vidas menos fáciles en nuestro entorno.
Una sola persona abandonada a su suerte, por la razón que sea, debería increparnos y deberíamos encontrarlo intolerable e inaceptable. Nos deberíamos rebelar. No vale aquí el discurso de la libertad personal o el romanticismo malentendido de los clochards de París.
Una sociedad que confunde la libertad con el individualismo y la competitividad exagerada resulta una colectividad dañina, ineficiente y enferma. Jugamos a que unos pocos ganadores se lo lleven todo: el reconocimiento, la gloria y el dinero. A partir de aquí sólo hay una gradación en escala de perdedores --aunque muchos no son conscientes de ello-- ocupando los distintos niveles que van incorporando dosis mayores de exclusiones, frustraciones y formas de humillación. Hay al final un último eslabón que, de tan precario, ni siquiera nos damos cuenta de que lo pisamos cuando caminamos por la acera. Fracaso.