Gabriel Plaza es un joven estudiante de la Comunidad de Madrid que, habiendo alcanzado la nota más alta en selectividad, se ha convertido en noticia estos días, y no precisamente por su excelencia académica. Tras manifestar su decisión de dedicarse al estudio del latín, ha sido objeto de un extraordinario acoso en las redes, que le ha llevado a rehuir de cualquier entrevista o presencia pública. El joven se convirtió en motivo de mofa por su supuesta idiotez: la de dedicar tal capacidad intelectual a las lenguas clásicas, en vez de optar por forrarse en el mundo de las finanzas o la tecnología digital.
Hace pocas semanas, me dirigía a mis lectores con una columna, Los estudios de los ricos, en la que compartía mi sorpresa al venir observando cómo, desde hace un tiempo, los hijos de familias acomodadas optan por una misma titulación universitaria, la administración de empresas; el universo académico se reduce al business. Ahora, vemos la otra cara de la misma moneda: la burla a quien decide poner sus elevadas dotes al servicio de la filología clásica.
Todo ello coincide en un momento en que no se para de hablar de valores. Los europeos andamos más ufanos que nunca con nuestros valores democráticos, por oposición al autoritarismo y mezquindad de los rusos; buena parte de nuestras élites económicas señalan la pérdida del valor del esfuerzo como una de las lacras de los tiempos; por no hablar de la recurrente referencia a la generalizada pérdida de valores de los más jóvenes.
El caso del estudiante madrileño no es un hecho aislado, es un ejemplo paradigmático de nuestros tiempos; de cómo se ha deteriorado la percepción social y los ingresos de profesiones que, no hace tanto, gozaban de reconocimiento y permitían llegar a fin de mes con dignidad. Es el reflejo de una verdadera pérdida de valores, la que nos lleva al creciente desarraigo e individualismo; que legitima la insostenible desigualdad entre los ciudadanos; o que deja al margen a un número creciente de personas a las que, además, se les señala por haber sido incapaces de conducir sus propias vidas. Tras todo ello el papel más que central del dinero en nuestra sociedad. Como para ir presumiendo de nuestros valores.