Antes que nada (siempre hay que dar una oportunidad al discrepante para que abandone la lectura de un texto que pueda resultarle irritante), debo decir que estoy a favor de la OTAN y de que España forme parte de ella. Ya sé que en un mundo perfecto no harían falta organizaciones así (eso parecen pensar los que se han manifestado recientemente en Madrid contra la Organización del Tratado del Atlántico Norte, todas esas almas bellas convencidas de que la culpa de lo de Ucrania es del militarismo occidental, que ha arrinconado al pobre Vladimir Putin de tal manera que no le ha quedado más remedio que machacar al país vecino), pero el mundo en que vivimos es horrible y hay algunos políticos empeñados en convertirlo en algo todavía peor.
Entre esos políticos, en mi opinión, brilla con luz propia el señor Putin, al que considero, sin acritud alguna, una rata de dos patas como la de la célebre canción de Paquita la del Barrio. Con el mismo espíritu de concordia, añadiré que creo que Putin debería ser ejecutado a la mayor brevedad posible por el bien de la humanidad y de su propio país. Y no es que represente un peligro inminente para España, pero, por si las moscas, prefiero que mi país forme parte de una organización militar que pueda en algún momento sacarle las castañas del fuego (Vladimir Vladimirovich nos cae lejos, pero al rey de Marruecos lo tenemos aquí al lado, siempre dispuesto a dar la chapa con lo de Ceuta y Melilla).
Siguiendo con esa línea de, digamos, pensamiento, encuentro de lo más normal que la OTAN celebre reuniones en las que asegurar la estabilidad y la seguridad del mundo libre. Lo que ya no me parece tan normal, y hasta me resulta un pelín obsceno, es que se organicen saraos turísticos como el que acaba de tener lugar en Madrid. Yo entiendo que los mandatarios se reúnan para hablar de asuntos relacionados con la defensa de sus respectivas naciones, pero preferiría verlos (o, mejor aún, no verlos) en algún hotel tranquilo en medio de un secarral, rodeados de militares uniformados de expresión feroz y armados hasta los dientes, sin las parientas (que ya me dirán ustedes qué pintan en estos asuntos) y sin pegarse esos atracones de comida preparada por José Andrés.
En principio, una reunión de la OTAN no debería tener nada que ver con una superproducción de Hollywood (¿realmente necesita Biden atravesar Madrid dentro de una limusina megablindada conocida como La Bestia?). Yo veía las imágenes del evento por televisión y pensaba que, después de esto, no tardará mucho en llegar a la cartelera de Broadway una obra titulada Auschwitz: The Musical. Señores, que a los ucranianos los siguen machacando mientras ustedes se inflan a beber, a comer y a darse palmaditas en la espalda (y encima, cuando se refugian en el metro, aparece Bono a darles la turra solidaria: ¡eso es crueldad mental!).
Permítanme que insista en el tema de las parientas (incluyo al marido del primer ministro de Luxemburgo, al que un humorista de Protocolo sentó al lado de Viktor Orban en un papeo: ¡la conversación debió ser una juerga!). ¿Qué hacen delante del Guernica, que es como retratarse ante una foto actual de Kiev? ¿Realmente necesitaba Jill Biden esas alpargatas de Castañer? ¿Tenían que traerse ella y su marido a sus nietecitas, como si la presencia de niñas fuese un acto inclusivo en un asunto eminentemente militar? Y por parte del país anfitrión: además de cebar a los invitados, ¿había que llevarlos al museo del Prado? (aunque reconozco que la foto de Boris Johnson poniendo su mejor cara de badulaque ante un retrato de Felipe II me ha hecho cierta gracia), ¿había que montarles una juerguecilla flamenca? Que yo sepa, a Madrid no había venido nadie a hacer turismo, sino a hablar de cómo defendernos de los indeseables de este mundo (y en el caso de Biden, a endilgarnos un par de destructores más, cosa que animará la economía de Rota, eso sí).
Reconozco que la cosa ha estado bien organizada y que todo el mundo nos ha felicitado, como si se sorprendieran de que una gente a la que consideran inepta y chapucera fuese capaz de montar una cumbre decente. Y ya hay frívolos que consideran el evento como una inmejorable campaña turística para nuestro país. Empezando por nuestro querido presidente, el narcisista Sánchez, convertido para la ocasión en Pascual, criado leal, vetusto personaje de los tebeos Bruguera, un hombre que ha pasado de considerar inútil el Ministerio de Defensa a prometer que incrementará el gasto en armamento para no ser menos que los demás países de la organización. Del sufrido habitante de la capital, ocupada durante tres días por la OTAN, nadie ha dicho ni una palabra, aunque estoy seguro de que sería el primero en apuntarse a mi propuesta de la cumbre en un secarral.
Da la impresión de que todo el mundo se ha vuelto a casa muy contento (y puede que con resaca). Y de que Biden se lo ha pasado pipa ejerciendo de padre protector tras los años de aislacionismo del animal de Trump. Y de que Sánchez se ha dado un masaje al ego de los que hacen historia. Y de que hace mucho frío fuera de la OTAN (como demuestra la próxima adhesión de Suecia y Finlandia). Pero tanta pompa y tanta frivolidad nos sobran a muchos en esta clase de acontecimientos, aunque no formemos parte del contingente de almas bellas que se manifestaban en Madrid y haga años que hemos dejado de creer en el pacifismo.
Machaquemos a Putin y, si puede ser, a Bono. Pero dejemos de convertir en un jolgorio la defensa de occidente, demonios, que hay gente palmando a diario en Ucrania a la que tanto boato y tanto mamoneo puede ofender sobremanera. Si me ofende a mí, que no me bombardea nadie...