La CUP tiene razón. La nueva ley del catalán en la escuela aprobada ayer en el Parlament por una mayoría transversal y de magnitud casi olvidada (102 votos de 135) es un reconocimiento explícito a la argumentación de la sentencia del TSJC que impone un 25% de presencia de la lengua castellana por considerar insuficiente la presencia de este idioma en algunos centros. La ley no accede a la aplicación de porcentajes, lo que sin duda traerá cola, pero certifica que el bilingüismo oficial del país también rige en la escuela.
La diferencia entre la ley de 1998 y la nueva está, básicamente, en la precisión sobre el castellano, a partir de ahora lengua curricular y de educación, expresión que si no es sinónimo de “vehicular” (la calificación atribuida al catalán) es por voluntad interpretativa de los que no lo quieren entender, entre ellos, algunos de los autores del texto cuya religión les impide aceptar la realidad para no ser criticados en las redes sociales.
La doctrina de la inmersión lingüística del catalán sigue formalmente vigente, sin embargo, se abandona la perspectiva del monolingüismo que quisieran la CUP, algunos sectores de Junts y otras asociaciones del universo escolar. Con algunos años de retraso, se flexibiliza el sentido de la inmersión para cumplir con el objetivo final de la etapa escolar, que, como todo el mundo sabe porque así lo dicen todas las leyes de educación, es que las alumnas y los alumnos obtengan un conocimiento satisfactorio del catalán y del castellano. Y esto solamente puede cumplirse adecuando cada centro a sus características sociolingüísticas y respetando las dos lenguas oficiales.
El conflicto no está ni mucho menos cerrado. La sentencia está ahí y el batallón de quienes creen que el castellano está a punto de extinguirse en Cataluña siempre está preparado para recurrir a la justicia; no hay que ser un adivino para pronosticar que esta ley acabará en el Tribunal Constitucional. También quienes sueñan con una Cataluña catalanamente monolingüe y consideran al castellano una lengua de opresión saldrán a la calle para rasgarse las vestiduras por la “traición” perpetrada por el presidente Aragonès en contubernio con los pérfidos socialistas. El país no tiene remedio y estamos condenados a vivir en bucle hasta una próxima reencarnación colectiva o, por los menos, hasta la renovación integral de la clase política.
Los intereses políticos de los diferentes grupos les empujan a defender lecturas muy contradictorias de un mismo texto legal que no debería presentar mayor complejidad para ningún diputado, a poco que se esfuerce. Pero se esfuerzan en confundirnos, porque les resulta más ventajoso atender a las declaraciones de unos u otros, eligiendo las más convenientes para su estrategia. Resulta evidente que la lectura del sentido de esta ley difiere entre los propios impulsores. Junts asegura que todo seguirá igual que antes de la sentencia y el PSC afirma que esta ley facilita el cumplimiento de dicha sentencia porque es mucho más amplia en el reconocimiento del castellano que la anterior, tesis que comparte el Consell de Garanties Estatutàries.
¿A quién creen Vox, Ciudadanos y PP? A Junts, naturalmente, porque la interpretación de Junts (y en menor medida de ERC que no quiere contradecir a sus socios, al menos en esto) alienta la sensación de que no se va a cumplir la sentencia y esta amenaza les sirve para apuntar al PSC como colaborador imprescindible del independentismo. La CUP, por el contrario, asegura que Junts miente y la sentencia ya se está cumpliendo, abriendo las puertas de par en par a que el bilingüismo entierre al catalán más pronto que tarde. De creerlos a todos, habría que concluir que el Parlament ha dado a luz a una ley mágica que avala una cosa y la contraria.
El equilibrio de las dos lenguas oficiales siempre será delicado y altamente inflamable a las manipulaciones políticas de uno u otro signo. Estas manipulaciones no cesarán, desgraciadamente. La querella lingüística resucitará periódicamente con la alarma infundada de la desaparición inminente de unas de las dos lenguas. El rédito político obtenido de la desestabilización es una vergüenza.