La nueva Ley de la lengua tiene dos inspiradores: Irene Rigau y Josep Bargalló, una exconvergente y un independentista republicano que reconoce la realidad lingüística del país. Sin ser vehicular, pero sí curricular, el castellano no será suprimido de la enseñanza. El nuevo marco legal tiene sobre todo un mentor racional: el PSC de Salvador Illa que ha buceado en la transversalidad para defender el castellano como lengua de aprendizaje. La ley trasciende al blindaje catalán y no destruye la "normalización" lingüística, un sistema lleno de imperfecciones, que sin embargo ha funcionado durante 40 años, sin convertir en analfabetos a los alumnos.
La Pax Romana que significa el nuevo proyecto de Ley cuenta con un antecedente próximo: un debate en la Fundación Campalans, realizado a comienzos de año y dedicado a recuperar el consenso lingüístico. En el nido del socialismo democrático, Irene Rigau, exconsejera de Educación en un Govern de Artur Mas, expuso entonces su argumentación reformista delante de Miquel Iceta y José Montilla. En el mismo acto, el exconseller de Universidades Joan Manuel Del Pozo y el presidente de Federalistas d’Esquerres, Joan Botella, propusieron sacar el problema de la lengua de las aulas. Jordi Amat alertó sobre las dinámicas de prestigio y exclusión propiciadas por las instituciones, mientras que Eugenia Tusquets argumentó que la inmersión y el bilingüismo mantienen una difícil convivencia: “si la inmersión es al 100%, el bilingüismo no es posible”. Por su parte, el comedido Antoni Puigvert sostuvo que durante la democracia no se ha fomentado lo suficiente el “respeto y conocimiento” de todas las lenguas del Estado.
Aquel acto organizado por el patronato de la Campalans, hace casi seis meses, anticipó en parte la transversalidad que exhibe ahora el proyecto Ley de la lengua, fruto de un acuerdo entre ERC, PSC, Junts y Comuns. La norma no incumple la sentencia del TSJC que exige un 25% de castellano en las aulas; no la incumple factualmente, aunque convierte a las cuotas en innecesarias. Relativiza un conflicto que realmente no es tan crudo. Hemos entrado ya en una etapa de consenso muy a pesar de los colectivos (Plataforma de la Llengua) y formaciones sectarias (CUP) que exigen el monolingüismo catalán, viven del resentimiento y se alejan de la solución.
España no es la Francia de la grandeur; más bien nos parecemos al mundo austrohúngaro que fue capaz de mantener las lenguas nacionales sin dañar la lengua común. El toque austracista de los catalanes no fue un capricho dinástico; pero geográficamente no pertenecemos a la Europa del Rin y del Danubio.
En medio de la luz, queda todavía un nubarrón: el Govern prepara un decreto, inicialmente pensado para encajar el 25% de castellano que exige el fallo del TSJC; pero su letra pequeña podría condicionar la nueva Ley y entonces el PSC se opondría. El Ejecutivo de la Generalitat vive todavía entre su afán por dominar la tierra y su extraña nostalgia del cielo. Por su parte, los partidos contrarios, PP, Ciudadanos y Vox, van más lejos: llevan el proyecto al Consejo de Garantías Estatutarias.
El mundo exconvergente de Irene Rigau y otros excamaradas del pujolismo todavía aletea. El laberinto político-lingüístico catalán se mantendrá por puro instinto gatopardiano, aquel “que todo cambie para que nada cambie”. Pero el nuevo clima de consenso ya es un paso. El binomio catalán-castellano es nuestro nexo social, la íntima experiencia que nos une.