María Dolores de Cospedal es una mujer más pegada al visillo de tul y a la mantilla que al sabor proustiano de la magdalena. Pero los audios publicados en los últimos días indican que, en 2013, la que fuera secretaria general del PP mantuvo una serie de conversaciones con el excomisario Villarejo, preocupada por la información que tenía de ella el extesorero del partido Luis Bárcenas; esta información podría costarle a la lideresa política su imputación. Ella tiene memoria, pero utiliza fríamente el cerebro, el órgano que adapta lo que ocurrió a las necesidades del presente.
Cuando era joven jurista y antes de pertenecer a la Brigada Aranzadi de los abogados del Estado, ella sintió el aguijón de la política. Se hizo buena amiga de Florentino Pérez y de Miquel Roca, los dos más listos de cuantos emprendieron aquel itinerario sin fe, llamado entonces Operación Reformista. Antes de ser baronesa de la derecha fue sostén de veteranos, un papel de engarce fino y cuello ribeteado, que repitió muchos años más tarde con Mariano Rajoy.
Siempre tuvo más fondo de peineta que de espalda descubierta. Pasea por España un ocre ralo por si toca reunión, bufete o cena sobria de camaradas. Muy lejos quedan los papeles de Bárcenas; además cuenta con la complicidad de la nación unívoca para estimar que su caso no presenta indiciariamente (palabro cruel) posibilidades de engrosar la causa de la parte de la Gürtel que ya cerró el juez García-Castellón. El mal fario para ella empezó el día en que Bárcenas declaró ante el instructor Pablo Ruz que tenía pruebas de la adjudicación pública a una conocida constructora a cambio de una donación al partido, a través de Cospedal. Y ¡boom! Fue el único caso con recorrido judicial concreto, en medio del lío de los papeles, llamados ahora la libretita. Ante el anuncio del fin de su carrera política, asaltó los medios con “la indemnización en diferido de este señor”, Luis el cabrón del que usted me habla. Pero su grouchiana parte contratante acabó destapando la policía patriótica, una presunta operación lerda del Ministerio del Interior de entonces rendido ante el altar de la meritocracia cruda.
Cuando llegó el día del juicio oral, Bárcenas olvidó en casa el estoque: no aportó pruebas suficientes para incriminar a Cospedal. Después, la sección tercera de la Sala de lo Penal de la Audiencia Nacional, presidida por Alfonso Guevara, desestimó la posible imputación al rechazar los recursos del ministerio público. Aquella última barcenada fue solo un exabrupto, hasta que una década después, esta misma semana, en medio de la conmoción por el regreso del emérito, han aparecido los audios que invitan a pensar mal. Ahora, a criterio de Anticorrupción, la investigación sobre el supuesto espionaje a Bárcenas para robarle pruebas de la caja b del PP o sus dirigentes, conocida como Operación Kitchen, se quedó a medias.
¿Habrá reapertura de la causa? Sería como fertilizar de nuevo la Corte de los Milagros de Génova 13, la sede de un partido que no paga a traidores, no admite sus probadas facturas falsas ni las retribuciones irregulares a sus cuadros. El rally de Feijóo en el último CIS, elaborado durante la crisis de Pegasus, expresa la luna de miel del nuevo statu quo conservador de corte moderado. Pero no para ella. Cospedal se retiró de la política en 2018 para ejercer la Abogacía del Estado en el Supremo.
La praxis política deglute el pasado con el hiperbólico presente, hasta el punto de que la corrupción ha dejado de influir en la opinión. Cospedal sabe que no habrá remake; se refocila en la Castilla machadiana, “ancha y plana como el pecho de un varón”.