Plantear límites a la transparencia no es políticamente correcto en unos tiempos en los que el culto a aquella como pauta de comportamiento se ha elevado a la categoría de nuevo tótem de la modernidad política que todos invocan y pocos cumplen. Es más, esa incorrección política puede acarrear al osado la lapidación en la plaza pública de las redes sociales. Siempre se pueden introducir matices: por ejemplo, no confundir la transparencia con el exhibicionismo pornográfico de las intimidades del Estado, asunto que siempre plantea una vertiente tóxica. Por mucha comisión de Secretos Oficiales que se quiera activar, siempre cabe la hipótesis de pensar que cuanta más transparencia se imponga, más puede crecer la opacidad. Entre otras razones porque a medida que falta madurez política, social y democrática, los excesos de transparencia tienden a inmovilizar la acción.
Esta semana podremos saber cómo lidia el Gobierno el asunto del Catalangate con la comparecencia en el Congreso de la Ministra de Defensa, Margarita Robles, y la posterior de la directora del Centro Nacional de Inteligencia (CNI), Paz Esteban. Hasta el momento, para un simple observador de las cosas, la impresión es que la política de comunicación de La Moncloa sobre el asunto de las supuestas escuchas ha sido un desastre. Dejando a un lado las dudas sobre el interés que pueda suscitar este asunto entre la mayoría de ciudadanos, lo evidente es que ha servido al independentismo para recordar que “la guerra sigue”. Por más que nos empeñemos en creer en los milagros aunque sea desde una perspectiva laica, parece que los indepes hubiesen abrazado el principio de “el caos os hará libres”, con perdón de la similitud con alguna expresión pasada de tono similar y horrible evocación.
Instalados como estamos en un pantanoso terreno de desconfianza e incertidumbre, la sospecha se impone como elemento fundamental de la actividad política. Que el Govern congele la llamada mesa de diálogo con el Gobierno, no es noticia; entre otras cosas porque parece criogenizada más que congelada desde hace ya tiempo. Pero eso no impide maliciar que ERC sabía lo que haría Bildu en el debate y la aprobación de las medidas económicas de la semana pasada: una forma fácil de poder seguir nadando y guardado la ropa, de amagar y no pegar o, más gráficamente, de hacer el paripé para mantener viva la llama de la independencia. Mientras Junts pide cabezas, en particular la de la titular de Defensa, y en el Parlament se aprobaban mociones sobre el Catalangate, con el apoyo incluido del PSC. Todo en aras de la transparencia convertida en artefacto invasor de todo espacio público o privado por encima de derechos fundamentales consagrados en la Constitución.
Sin duda, no es fácil encontrar el punto de equilibrio entre la transparencia necesaria y los derechos individuales. Hay quien lo ha comparado con el postureo como forma de actitud y actividad orientada a imponer las supuestas buenas intenciones de unos y disuadir a los otros de rebuscar en ciertas direcciones. Es un mal camino para orientar la acción política, pero sirve para asentar las ideas propias y amedrentar al adversario. En definitiva, una vía bien asfaltada que, sin ir más lejos, permitió a Marine Le Pen en la noche electoral de las presidenciales francesas proclamar aquello de “las ideas que representamos han llegado a la cumbre” que podría traducirse por un “hemos perdido las votaciones pero hemos ganado la batalla de las ideas”.
No es sorprendente que expertos como Jen Schradie sostengan que “la extrema derecha dominó la campaña presidencial” francesa. Las redes, lejos de ser una herramienta participativa, son un vivero de emociones primarias que se extienden sin control y justo es reconocer el ingenio y esfuerzo desplegado en la difusión de un pensamiento simple de independentistas y comunes barceloneses, son maestros en el arte de manejar el lenguaje poniendo de relieve sus objetivos. Lo pasmoso es que se les dé soporte desde ámbitos en principio alejados de sus postulados. Mientras desde el Gobierno se sigue empujando a Vox hacia el zurrón de Alberto Núñez Feijóo, se puede perder de vista que indepes y comunes han ganado la batalla de las redes y se pasa de la banalización del mal a la de la ultraderecha, un espacio en el que cabe todo aquello que no comulga con los postulados propios.
Es llamativo el hecho de que las elecciones autonómicas andaluzas vayan a coincidir con la segunda vuelta de las legislativas francesas un 19 de junio. Ahora bien, si algo han puesto de relieve los recientes comicios presidenciales del vecino del norte es que internet enlaza más con la cultura de la extrema derecha: Le Pen no asusta a los franceses probablemente porque Francia se ha derechizado. Con un proceso de digitalización imparable, la brecha digital constituye una fuente más de desigualdad. Mientras seguimos enzarzados en una búsqueda de la transparencia animada por indepes y comunes, perdemos de vista que la trivialización y la legitimación de la mentira se han apoderado del debate político. Siempre en detrimento de la democracia, a pesar del progreso tecnológico, porque es más fácil difundir un mensaje simple que uno complejo. La interacción en las redes empobrece el debate político al menospreciar un intercambio real y efectivo de ideas y opiniones. El abandono de la argumentación, el debate e incluso el consenso acaban así sustituidos por una renuncia a la libertad y la democracia.