Llevaba yo, entre pitos y flautas --debido a la implosión del PP; la defenestración de Pablo Casado; el relevo de Alberto Nuñez Feijóo; y esa guerra que nos han montado los hijos de Putin ad portas--, varias semanas sin prestar excesiva atención a nuestros queridos laziplanistas. Y ya se sabe que a esta caterva de cenutrios cum laude nunca hay que quitarle el ojo de encima, porque a la que bajas la guardia y los dejas solos se perjudican mucho y acaban fatal. Y ahora mismo el horno no está para bollos, porque todos los frenopáticos están abarrotados y no hay presupuesto, con la electricidad por las nubes, ni para un electroshock de 125 miserables voltios que los tranquilice un poco.
Confesaré que en temas deportivos soy un cero a la izquierda y con diploma. Nunca me ha interesado el deporte, más allá de compartir la emoción colectiva de seguir de tarde en tarde alguna final; ni el balompié, ni el lanzamiento de martillo, ni el salto de vallas es lo mío. Pero cuando supe que la selección española, la Roja, jugaría, tras 18 años de ausencia en Cataluña, un partido amistoso con Albania, me dije para mis adentros: “Ya verás tú el pifostio que monta esta horda de merluzos”. Y así ha resultado ser. Porque antes, durante y después del encuentro se pusieron las botas y sacaron barriga de mal año, expulsando por esas boquitas que les dio Dios más bilis en unos pocos días que todo el dióxido de carbono que la industria mundial emite a la atmósfera en un año. Y eso que la formación estelar del fútbol español, la crème de la crème, incluye a cuatro futbolistas catalanes muy queridos por todos: Jordi Alba, David Raya, Dani Olmo y Eric García. Pero que si quieres arroz... ¡Malditos botiflers vendidos al oro de Madrid!
Pero como no hay nada nuevo bajo el sol catalán, estas cosas no deberían constituir sorpresa alguna. Ya sabemos que todo lo que huela a España genera en el nacionalista de soca-rel úlcera duodenal e incontenible cagalera. Si Pedro Sánchez organiza un consejo de ministros en Barcelona, pues armamos la de Dios es Cristo; si viene Felipe VI a inaugurar el MWC, pues lo dejamos plantado, y si al pichidén de turno no le queda más remedio que asistir, pues va y le regala cuatro tomos de ocho kilos sobre el asedio a la Ciudad Condal durante la Guerra de Se-ce-sión de 1714 firmados por el insigne Víctor Cucurull.
Por eso no es de extrañar que durante los días previos al partido todos los miembros del Govern anunciaran un sinfín de compromisos ineludibles. Gerard Figueras, director general de Deportes de la Generalitat, alegó tener que presidir una final de baloncesto; Anna Caula, secretaria general de Deportes y Actividad Física, dijo tener que animar al equipo de waterpolo de Sabadell; y al president Pere Aragonès le entraron, de súbito, unas ganas locas de currar y organizar la II Jornada de Treball del Govern; es decir: un taller de papiroflexia de proximidad, ecosostenible y con perspectiva de género. Ni que decir tiene que Ada Colau salió zumbando, disfrazada de abejita Maya, por una ventana lateral de la alcaldía.
Incluso a “agua pasada”, como se dice coloquialmente, días después del partido, la portavoz del Govern, Patricia Plaja, ha restado importancia a ese encuentro futbolístico denostado por la Cataluña nacionalista diciendo que “(Aquí) el partido importante se juega mañana [en referencia al encuentro de Champions entre los equipos de fútbol femenino del Real Madrid y el Barcelona] y se jugará donde debe jugarse, que es en el Camp Nou”. Tomen nota, queridos lectores ñordos. Y por si no lo saben, permítanme que les asegure (varios familiares lo presenciaron) que en ese partido de fútbol femenino, que ganó el Barcelona, se insultó desde las gradas --les dijeron de todo menos guapas-- a las chicas del Real Madrid; se corearon, a golpe de bombo, consignas independentistas, e incluso, toma ya, se escuchó a muchos entonar cánticos a la Virgen de Montserrat, la Moreneta. Es para reírse, sí, pero lo cuento para que tomen conciencia del estado de esta parroquia.
Retomemos el hilo narrativo, porque esto no acaba aquí. Dispuestos a no ser menos que los políticos que les amamantan, los responsables del área de deportes de TVen3, la televisión privada de Cataluña, ofrecieron una amplia cobertura del encuentro. El presentador, Jaume Pinyol, acabó afónico tras dedicar cero milisegundos al partido y su resultado. El escaso, por no decir nulo, seguimiento informativo sobre el regreso de la Roja a Cataluña fue tónica habitual en la mayoría de medios de la órbita garrulonacionalista. El silencio forma parte del ABC del manual de la posverdad: si no hablamos de ello, nunca ha sucedido. Aunque lo cierto es que sí hubo un medio --el diario deportivo Sport-- que publicó algo, pero básicamente para insultar y burlarse de los catalanes que llenaron hasta la bandera las gradas del estadio del Real Club Deportivo Espanyol en Cornellá. Pese a que no tardaron en eliminar la información, ante la tremenda avalancha de quejas de la afición en redes sociales, y disculparse por su error, ahí queda lo publicado en el recuerdo de todos: “Así, pues, una buena ocasión para que la numerosa colonia española que reside en Cataluña pueda ver en directo a su selección. La última vez, el choque contó con la presencia de más de 7.000 peruanos, cuya colonia también es muy numerosa en Cataluña”.
Hay que joderse. Pero no lo haremos. Nada de ponerse verde. Tómeselo con filosofía, amigo lector. Porque cien veces peor que el desprecio mostrado por el Govern y sus medios paniaguados fue la respuesta de la legión de frustrados procesistas. Resulta que a unos cuantos aficionados les dio por corear aquello de “Puigdemont a prisión” camino del estadio, y que a la diputada de Ciudadanos, Anna Grau, le salió del alma un “¡Arriba España!” que convirtió en tuit. Y en menos de lo que canta un gallo, unos ciento ochenta mil novecientos setenta y cuatro dobermans con barretina se les arrojaron a la carótida. Los insultos e improperios son irreproducibles, así que los omitiré. Imagínense y se quedarán cortos.
Y tras los hechos, la reflexión. Todo acontecimiento, por desagradable que sea, genera conocimiento --recuerden la locución latina: sapientum post eventum--, que siempre nos enseña algo que debemos interiorizar y poner en práctica. Veamos. Creo que coincidirán conmigo en que es virtud de todo buen nacido intentar ser feliz y que lo sean los demás. Ocurre, ¡mecachis diez!, que esta horda con la que nos toca convivir, y a la que tanta indignidad, humillación e insultos hemos tolerado, sólo sería feliz viviendo entre unicornios en su republiqueta milenaria. En ella podrían mangonear a placer, robar, prevaricar, preservar su pureza racial y su media neurona, y desfilar marciales al paso de la oca catalana. Pero la jugada les salió fatal, porque a los que tenían que consumar (fins al final, fins al final!) se les desplomó el ariete a los ocho segundos o así. El resto ya lo conocen, y no les aburriré. El caso es que desde ese día no han levantado cabeza, viven amargados y se culpan entre ellos. Lo único que les levanta el ánimo, les enardece, les devuelve a la vida y les saca de su pozo de miseria intelectual es el odio, el desprecio y el rencor. Es así. Ahí tienen a la senil Clara Ponsatí exhortando a la inmolación en primera línea de fuego. O al perjudicado de Fredi Bentanachs, fundador de Terra Lliure, calificando de “bestias” a los constitucionalistas; de “inmoral” el permitir que “los niños hablen alegremente castellano en el patio del colegio”, y alardeando de no tener miedo de morir en la “lucha”. En el odio hallan la felicidad. Odian, luego existen.
El odio es el reverso tenebroso de la moneda de la felicidad y la concordia --ahí va otro latinajo: demon est deus inversus-- y es tan poderoso, o muchísimo más, que el amor. Con lo que llegamos a la desconcertante conclusión de que a falta de serenidad, diálogo, entendimiento, tolerancia, y felicidad social, todos estos irreconciliables apuestan decididamente por el odio y la perpetuación de este estado de cosas. Al no poder darles su republiqueta, ¿qué podríamos hacer para que fueran felices?
La clave es la inmersión. Pero no precisamente lingüística. Que hablen como les dé la gana. Inmersión en todos los frentes... Partidos de la Roja cada dos por tres; consejo de ministros en Barcelona cada mes; visitas del Rey semana sí y semana también; el Juan Sebastián Elcano atracado en el puerto tras cada singladura; maniobras y desembarcos frente a Palamós de la Armada; vuelos rasantes de los cazas del Ejército del Aire sobre Tractoria y prácticas de paracaidismo que arruinen algún que otro sembrado de calçots; sucursal del Museo Nacional del Prado en Cataluña; reapertura de tablaos flamencos por toda la geografía catalana; ferias y muestras de gastronomía española, cine y literatura; traslado de las sedes de la RAE y del Instituto Cervantes a Girona; ejecución de sentencias referidas a horas lectivas de español en la escuela; eliminación de símbolos políticos en la administración pública... ¿sigo?
Todo ese bombardeo de agravios y ofensas --sí, ya sé, ya sé que es irrealizable-- les henchiría el pecho y el alma de odiosa y repugnante felicidad. Al fin y al cabo sería una maniobra inteligente, porque… ¿Qué es el odio al fin y al cabo? Muy sencillo. El odio es ese veneno emocional que uno consume y paladea, día tras día, dosis a dosis, esperando que su efecto letal termine matando al otro. Ni más ni menos. Así que al César lo que es del César. Y como dicen en Italia… felice morte!