Esta semana hemos vivido los tres primeros días de una huelga del profesorado que, pese a su intensidad, ha pasado bastante desapercibida al alcanzarnos en estado de shock por la guerra de Ucrania. Sus convocantes aducen una larga relación de agravios que, viniendo de lejos, han conformado un malestar que se ha desencadenado con el adelanto del calendario escolar el mes de septiembre. La Conselleria tendrá sus razones para defender la reforma, pero me sorprende la simplicidad con la que aborda una cuestión tan compleja y enrevesada como la educación. Tres comentarios.

De una parte, cualquier ajuste de cierto calado, y éste lo es, requiere de unos mínimos consensos entre las fuerzas políticas y los actores implicados. Ello conlleva, guste o no guste, un proceso prolongado de negociación. No ha sido el caso.

De otra, resulta incomprensible la falta de oportunidad del momento. En plena salida de una pandemia que ha convertido en muy compleja la tarea del enseñante, y que se ha saldado con buena nota para los docentes, no entiendo la necesidad de abrir un motivo de conflicto. En el supuesto de resultar conveniente la propuesta de la Conselleria, lo que no resulta tan evidente, podría haberse esperado perfectamente a tiempos mejores. Tan sencillo como recordar a San Ignacio y su conocida consideración de “en tiempos de desolación, nunca hacer mudanzas”.

Y, finalmente, me temo que la reforma responde al querer demostrar por parte del conseller, con el apoyo del president, que el Govern quiere gobernar y que no les va a temblar el pulso. Si es para hacerlo en el buen sentido, me parece excelente. Pero para reformas como la que nos ocupa, mejor que les temblara el pulso y dedicaran sus energías a verdaderas prioridades del país. Que son muchas.