A un diputado de Vox, Antonio Gallego, se le ha escapado, a micrófono cerrado, un “¡hijoputa!” dirigido al presidente de la Generalitat, el molt honorable Niño con Barba.
Unos diputados lazis lo han oído y han corrido con el cuento a la presidenta de la Cámara:
--¡Señorita Rotenmeyer! ¡Señorita Rotenmeyer!
--¿Qué pasa, niños? ¿Qué os pasa, que venís tan alterados?
--¡Que el Antoniu ha dicho caca!
¡Ay, los chivatillos del régimen! ¡Qué sería del régimen sin los chotas, sin los denunciantes, sin los Santi Espot!...
--¿Es eso verdad, Gallego? --pregunta, severa, la trapis.
--Seño, es que yo sólo…
--¡De cara a la pared!... Y que no se repita, porque la próxima vez te envío al aula de las niñas, para que se rían de ti.
La presidenta le exigió a Gallego que retirase el exabrupto o lo expulsaba. Accedió, o se sometió, el diputado, poniendo como atenuante que a él y a su partido el presidente Aragonès les llama cada día “nazis” y “fascistas”.
Recapitulemos: como es notorio, nazi es la contracción de nacionalsocialismo, y en puridad si a alguien le correspondería en España tal abreviatura sería más bien al partido del Niño con Barba; pues su ideología suma las ideas socialistas y el nacionalismo con tendencias totalitarias, como demuestra su historia y como confirmó el golpe de Estado del otoño de 2017, cuyo motor fue Oriol Junqueras, tal como explicó en el juicio el fiscal Zaragoza; golpe postmoderno que acabó con la cúpula criminal fugada de la justicia o entre barrotes.
Esto de llamar nazi al adversario es como lo de fascista: quienes acusan a los demás de serlo son casi los únicos fascistas que hay en España, o sea los matones autodenominados “antifascistas”. ¡Tiene guasa!
Dime de lo que acusas y te diré lo que eres.
Volviendo al término nazi: dadas sus siniestras connotaciones --Estado policial, guerra, asesinato de los adversarios, Holocausto-- sólo insultan con él los fanáticos y los aprovechados. Es una derivada de la infame “industria del Holocausto”: la explotación, con fines comerciales, de las víctimas del Zyklon B, ya sea para películas y novelas sentimentales, ya sea como recurso retórico para la demonización del adversario y dignificación propia. Es kitsch. Es bajo.
--¿Qué habéis hecho estas vacaciones?
--Pues llevé a la familia a visitar Auschwitz. ¡Oh, volvimos conmovidos!
--Haberme dicho que íbais allí. Te hubiera recomendado un restaurantito cerca…
--Hombre, lástima, porque la verdad es que comimos así así, en un bistró…
Seamos serios. Llamarle a alguien, por lo bajinis, para que no te oiga la seño, “hijo de puta”… la belle affaire! Se pueden ofender los quisquillosos (“¡A mi santa madre, ni mentarla!”) pero la inmensa mayoría sabe que esa palabra, como en inglés bastard, o en francés connard, no quiere decir nada y sólo expresa un repudio indignado.
Por el contrario, asimilar una formación política al nazismo es atribuirle la pura maldad, expulsarlo de la comunidad humana.
Harían bien los diputados de Vox en no dejarse avasallar con este término --por el representante, además, de un partido con los antecedentes que tiene-- y llevar el tema a los tribunales.
Al filósofo inglés Roger Scruton le insultaron así una vez, llevó el asunto al juez, y con la indemnización se compró una casa de campo estupenda. La disfrutó mucho recordando cómo la pagó.