Ya me disculparán la provocación, pero a veces para lograr un no hay que empezar afirmando un sí sin titubeos ni complejos. Las guerras son siempre terribles, horrorosas, y afortunadamente el avance del humanismo, como defiende Steven Pinker en En defensa de la ilustración, las ha ido erradicando, aunque por desgracia persisten diversos conflictos bélicos en el mundo, la mayoría de baja intensidad.
En cualquier caso, es históricamente verificable un línea de progreso porque hoy hay menos violencia (física) que en cualquier otro momento, tanto entre individuos como entre países. Es evidente que la globalización, es decir, la intensificación del comercio internacional, como ya postulaba Immanuel Kant, es un antídoto contra la guerra, al igual que la existencia de sistemas representativos, es decir, democracias, junto a mecanismos de transparencia y control dentro de los Estados.
El problema es que Rusia no es una democracia y Vladímir Putin ejerce un poder autócrata, personal, y su gobierno desarrolla políticas de injerencia en otros países. En el caso de Ucrania es bastante posible que con ese despliegue de tropas su intención inicial fuese invadir un país que para nada le amenaza, pero que Rusia quiere convertir en otro títere. La anexión de Crimea por la fuerza en 2014 ya fue un acto ilegal, así como el apoyo ruso a las repúblicas separatistas de Donetsk y Lugansk. Las razones históricas que el nacionalismo ruso esgrime sobre Ucrania no justifican nada actualmente.
Es cierto que Occidente se comporta de forma hipócrita y que la política exterior de Estados Unidos no solo ha sido un fracaso desde Vietnam, sino que en general tampoco ha servido a los intereses del humanismo, el progreso y los derechos humanos. Solo hay que recordar el apoyo de la administración Reagan a los muyahidines en Afganistán que luchaban contra la URSS, sin el cual sería inexplicable la historia del ascenso de los talibanes al poder, o décadas después la guerra preventiva en Irak llevado a cabo por Bush hijo para expulsar del poder a Sadam Husein con mentiras sobre la existencia de armas de destrucción masiva.
Cuando hoy algunos en España recurren al emocional “no a la guerra” apelan al recuerdo de 2003, a las manifestaciones multitudinarias en contra de una invasión políticamente hipócrita, que fue un desastre en Oriente Medio, una guerra ilegal desde el punto de vista del derecho internacional.
Ahora bien, todo eso no hace bueno a Putin ni disculpa sus reiterados órdagos contra la seguridad internacional y el respeto a las fronteras. Rusia quiere recuperar la zona de influencia que tuvo la URSS hacia el oeste, y hace años que busca desestabilizar la Unión Europea, básicamente porque es un bastión democrático donde rige el Estado de derecho.
El problema europeo es la dependencia que tienen algunos países, principalmente Alemania, al gas ruso. Ahora mismo la energía es nuestro talón de Aquiles, y por eso hay muchos titubeos sobre posibles más sanciones, con esa llamada a “no dramatizar” que verbalizó Josep Borrell en nombre de la Comisión y los Estados de la UE, por si el estallido de un conflicto armado disparara aún más el precio del gas y la inflación.
Afortunadamente, Estados Unidos no tiene ese problema de dependencia energética, y con su determinación ahora demuestra que la mejor manera de preservar la paz es preparándose para la guerra. Putin no invadirá Ucrania ni emprenderá ninguna acción bélica si la OTAN está comprometida a defender activamente la independencia de Kiev.
Cuando Joe Biden denunció la semana pasado los planes del Kremlin hizo posiblemente la mejor contribución a que no acabaran llevándose a cabo. Una guerra en Ucrania que no fuera rápida y victoriosa sería tal vez la tumba para el autócrata ruso, cuyo apoyo popular no está en su mejor momento. En los regímenes despóticos se recurre al victimismo en política internacional para orillar las dificultades internas. En este caso, Putin echa mano del mito de la Rusia imperial contra Occidente.