Como catalanohablante que soy, me congratulo de pertenecer a un país donde mi lengua, a pesar de ser minoritaria y de tener que coexistir con uno de los idiomas más hablados del mundo, se ha podido conservar, junto con otras lenguas, también habladas en España. Esto es gracias a que, a diferencia de la mayoría de los países de nuestro entorno, nuestras lenguas están protegidas en la Constitución; los gobiernos autonómicos han tenido competencias y voluntad para desarrollar políticas para protegerlas con total libertad y los ciudadanos han hecho el esfuerzo de aprenderlas y de hablarlas.
Cuando vivíamos bajo la dictadura franquista, revindicábamos la “normalización” de las lenguas hispanas, ya que a estas se les ponían todo tipo de trabas para desarrollarse. Por normalización entendíamos que pudiéramos hablarla con libertad en cualquiera de los ámbitos de la vida cotidiana, que se pudiera promover la cultura en esa lengua y que todos los ciudadanos de una comunidad tuvieran garantizado su aprendizaje en la escuela. También que existieran instituciones que pudieran protegerlas en su evolución, modernizándolas y adecuándolas a la evolución de la propia sociedad. Todo eso, en Cataluña se da con creces desde hace más de cuarenta años. Sin embargo, aunque sea verdad que el catalán se habla en Cataluña y su uso está actualmente normalizado, ha convivido con el castellano desde hace siglos y la mayor parte de los ciudadanos son bilingües. Cosa que nos abre multitud de puertas para nuestro desarrollo personal y colectivo.
Actualmente, nuestras lenguas reciben múltiples influencias, debido al desarrollo del turismo, el intercambio cultural y la inmigración, lo mismo que las reciben otras lenguas en el mundo. Esto es así porque las lenguas sirven para comunicarse y se mueven con la gente que las habla y a veces, evolucionan desarrollando nuevas lenguas o simplemente desaparecen del ámbito público (por ejemplo, el latín). Solo el aislamiento social y cultural y la tiranización de la sociedad pueden evitar que las lenguas no se influyan entre sí y que no evolucionen al ritmo de los tiempos.
Cataluña ha estado imbricada social y económicamente con el resto de España durante siglos y, especialmente durante el siglo XX, ha sido polo de atracción de inmigración del resto de España, lo mismo que lo ha sido Madrid. Por eso, durante el proceso de democratización de España, para normalizar el catalán en Cataluña, se tuvo que hacer frente a una realidad social compleja: la evidencia de que los ciudadanos de padres nacidos fuera de Cataluña eran más propensos a sufrir situaciones de adversidad económica y laboral, siendo el idioma uno de los factores que facilitaban esta situación de desventaja social.
Ante esta situación, a propuesta del PSC, se consensuó la ley de inmersión lingüística, para facilitar que los alumnos que viven en familias y barrios con predominio del idioma castellano tengan las mismas oportunidades de aprender correctamente el catalán que los hijos de familias catalanas. Porque, cuando se grita en la calle que queremos ser “un sol poble” (un solo pueblo), algunos pensamos que queremos igualdad de oportunidades para todos. Aunque para otros, signifique que no se reconocen en la diversidad de los ciudadanos de Cataluña y querrían homogeneizarnos, bajo un patrón predefinido. Cosa imposible si no nos aislamos del resto del mundo o nos movemos con una vara de castigo cada vez que alguien se le ocurra salirse de la raya.
La realidad de la inmersión lingüística es que les viene de perillas a los nacionalistas para generar división social, porque han pervertido el sentido de su propia existencia. El nacionalismo español, centralista, le molesta cualquier otro idioma que no sea el español y al nacionalismo catalán, hace exactamente lo mismo: nos quiere a todos homogéneos, pero en un territorio más pequeñito. Hoy en día, el movimiento independentista ha hecho aflorar y acentuado posibles brechas emocionales en cuanto al sentido de pertinencia se refiere, lo que dificulta aún más la cohesión social. Nacionalistas de uno u otro palo se esfuerzan por exagerar la situación y utilizan la lengua para darse de tortazos. Hay quien se atreve a decir que en Cataluña los niños no pueden ir al retrete si no se expresan en catalán y otros dicen que, si los niños hacen una asignatura en castellano además de la de lengua, se persigue al catalán. Unos recurren a los tribunales para que diriman lo que deberían haber dirimido los otros aplicando el sentido común en la política. Así, los últimos afirman sin sonrojarse que el catalán está perseguido si los niños deben estudiar un poquito más de castellano que de inglés, dando alas a los fanáticos para acosar a los que no comparten sus ideas. A lo que menos se parece esta situación es al deseo sincero de que la escuela sea un lugar de crecimiento de nuestros jóvenes y que sirva para disminuir las desigualdades sociales.
Paralelamente a esta disfunción que significa convertir un idioma en un arma arrojadiza, tenemos la flagrante contradicción de que reconocidos dirigentes políticos catalanes que defienden la inmersión lingüística (tal y como se ha hecho hasta ahora) y se niegan a cumplir sentencias, lleven a sus hijos a escuelas bilingües o trilingües, de pago. Todo parece indicar que la dicha inmersión lingüística no es más que una excusa para mantener a la parroquia o les parece la mejor opción para los “hijos de inmigrantes”, pero no para sus propios hijos. Lo siento, pero esto tiene mala prensa para la mitad de los ciudadanos catalanes y, aunque tengan que existir políticas compensatorias, estas no deben confundirse con la imposición para hablar determinada lengua. Si existe algún peligro de que el catalán desaparezca será en la medida que no se pueda aprender y usar sin imposiciones, con una amplia oferta cultural.
Como cualquier política pública en la que se invierten recursos públicos, la política de inmersión lingüística en la escuela no puede seguir siendo un tótem sobre el que no se puede ni hablar. Requiere ser evaluada y, si hace falta, mejorada con consensos, como ya demanda una gran parte de los ciudadanos catalanes. Necesitamos confirmar que lo estamos haciendo bien, porque si no la evaluamos, simplemente, no lo sabemos. Aprovechemos la riqueza idiomática de nuestra realidad y hagamos una escuela “para todos”: una escuela que disminuya, de verdad, las desigualdades sociales y que los ricos, los empresarios y políticos catalanes se la crean y deseen que sus hijos se eduquen en ella.
Evaluar la ley de inmersión lingüística en Cataluña no es más que: analizar, valorar, juzgar y corregir una intervención pública educativa de forma sistemática y científica (de su diseño, puesta en práctica y resultados) para mejorar su calidad, promover la transparencia, la rendición de cuentas, en aras de contribuir a la mejora de la calidad democrática. Porque debemos seguir conservando y protegiendo nuestra lengua, sin menoscabar el derecho que tiene cada uno de los ciudadanos para hablar en el idioma que considere oportuno para relacionarse con los demás, tal y como le ampara nuestra propia ley. Proteger la lengua no significa utilizarla como medio de dominación de unos sobre otros ni para clasificar por niveles de calidad a los ciudadanos catalanes, ni para acosar a los que expresan una opinión diferente a la oficial.