Las memorias de Miguel Bosé, tituladas El hijo del capitán Trueno, llevan semanas en el número uno de las listas de libros más vendidos en el apartado de no ficción. Y yo, como es natural, me alegro mucho, y he ido a la Casa del Libro a comprar no uno, sino tres ejemplares, como hago siempre con los libros importantes, y recomiendo al lector que haga lo mismo. Tres, tres, yo compro siempre tres. Uno es para leerlo y llevarlo de aquí para allá y tenerlo siempre a mano sin temor a que se ensucie o averíe o manche: ése es el que tengo en la mesita de noche, y el que me llevo a misa para entretenerme mientras el cura pronuncia el sermón, y a otros lugares menos prestigiosos. Este ejemplar me permito subrayarlo y escribir en los márgenes comentarios como “¡Bravo!” “¡Sí!”, “¡Exacto!”, o bien: “¡No!”, “¡Menuda tontería!” y “¡Se contradice con pág. 48!” Así, cuando al cabo de unos años vuelvo a abrir el libro y, gracias a las enseñanzas de la edad, comprenderlo mucho mejor, puedo avergonzarme de mí mismo a mis anchas.

El segundo ejemplar es para tenerlo sobre la mesa baja de la sala, como al descuido y así, si viene una visita, pues tener un tema de conversación elevado. Y el tercer ejemplar es para tenerlo, sin haberlo abierto jamás, bien envuelto en papel de celofán, bien guardadito, en mi biblioteca: es el ejemplar “no human hands”, no tocado por mano humana. Valiosísimo y perdurable.

De esta manera es como poseo tres ejemplares de No niego nada, las memorias del gigoló Espartaco Santoni. Y tres ejemplares de Yo, Cabeza, testimonio vital del médico y presidente del atlético de Madrid, el doctor Cabeza. Y tres ejemplares de Tú también puedes, de Carlota Corredera, subtitulado Cómo conseguí perder sesenta kilos y ganar salud (aunque parece que, acaso demasiado ufana de su logro adelgazante, ahora Carlota ha vuelto a ganar algunos de esos kilos y perder salud). Y tres ejemplares de Jesús, por Mariñas. Y tengo tres ejemplares de Canalla de mis noches, las Confesiones de una mujer adicta al juego y a las drogas, de Marisa Medina.

Sí, y en esa selecta colección de títulos abyectos también está el tuyo, sí, ¡a ti me refiero! ¡A ti que me estás leyendo, escritorzuelo, juntaletras! ¡No es preciso que diga tu nombre! ¡Tres veces tengo tu libro, tengo tu libro tres veces como tres veces negó Pedro a Jesús en el huerto de los Olivos antes de que cantase el gallo!

Y a esta colección --no detallaré más los títulos que la componen para que nadie me la copie y siga siendo única en el mundo, y que en mi testamento legaré a la Biblioteca Nacional de España, con la condición de que quede registrada bajo un rótulo que diga “Donación del filántropo Ignacio V-F”--, he querido incorporar, como broche final, como el más califa de mis rubíes, El hijo del Capitán Trueno, de Miguel Bosé.

¿Por qué? Bueno, Bosé es de mi edad y su figura y sus canciones me vienen acompañando a la distancia desde hace años, desde el principio de su fecunda carrera, especialmente por su himno generacional “Bravo muchachos los del cincuenta y seis / todos poetas los del cincuenta y seis”. (Sí, los de mi quinta somos todos poetas; en cambio los del 55, ferroviarios y saltimbanquis; y los del cincuenta y siete, malhechores todos. El destino va por años).

Tengo que admitirlo: la portada (de El hijo del capitán Trueno) me ha echado un poco para atrás, por la foto del autor, cuando era un joven adolescente andrógino, tocado con la montera y llevando sobre los frágiles hombros la pesada capota de su padre, el torero Luis Miguel Dominguín. Me daba un poco de repelús. Me parecía que había en esa imagen algo ilegítimo, algo que chirriaba. Pero bueno, era Miguel Bosé.

En fin, superado eso, abrí, allí mismo, en la Casa el Libro, el grueso volumen por la primera página y leí con voz alta y engolada, como tengo por costumbre --costumbre, por cierto, no siempre bien aceptada por algunos empleados quisquillosos y remilgados— la primera frase, que dice algo así como “Salimos de casa zumbando mamá, yo y la Tata…

¡La Tata!

Y en ese momento se despertó Chucky, el muñeco diabólico que habita en mí, un demoniete la mar de antipático, y exclamó:

-- ¡Cierra inmediatamente ese libelo, o, mejor aún, consigue una caja de cerillas y una lata de gasolina y prende fuego a la Casa del Libro! ¡Purifícala de frases como “salimos mamá, yo y la Tata”! ¡Ese autor es un subnormal!

--Chucky –le reconvine, en tono didáctico y paciente--, cuando dices “subnormal” seguramente quieres decir “persona con distintas capacidades”, ¿verdad? O sea, personas ni mejores ni peores que nosotros, sino, sencillamente, diferentes.

--Sí, sí, eso es lo que digo, diferente y subnormal y un hijo de la gran […] ¡Estoy de las Tatas de nuestros burgueses hasta el mismísimo chancro de la punta de mi […], el que pillé en casa de Zoraida Golub, la gran hetaira de Babilonia!

--Ah, Zoraida… Sí, Chucky, me la presentaste y la recuerdo muy bien. Qué hechicera y zalamera era. Y yo le hacía tilín, ¿verdad? Sentía un poquito de debilidad por mí.

--¿Debilidad? ¡Te adoraba!

--Cierto que eso no le impidió sustraerme la cartera, con mis piastras y mis tarjetas de crédito, aprovechando que estaba yo ciego de kif. Pero estoy seguro de que lo hizo para quedarse con un recuerdo mío.

--Sí, seguro. Pero ahora dejémonos de digresiones. Hagamos como el conde de Benavente con su castillo, cuando lo ultrajó la presencia, impuesta por Carlos V, del inmundo Duque de Borbón.

--“El que, luchando en Pavía, / más que valiente feroz, /  gozose en ver prisionero / a su natural señor”. ¡Qué grande es el duque de Rivas, Chucky!...

--Muy grande. Mucho. En cambio, Miguel Bosé…

--Oh, yo siento por él debilidad. Yo recuerdo la primera vez que le vi en la tele, en el programa de Íñigo…

Era en el año 1977. El locutor del bigote lo presentaba como un nuevo astro encantador, vástago del Gold-Gotha, que siendo niño había jugado en las rodillas de Picasso, luego había estudiado música en el Londres del glamrock, allí donde reinaba David Bowie… Estaban en el público sus famosísimos padres, estaba Gloria Fuertes, estaba Dewi Sukarno, estaba La Polaca y el bailarín Antonio...

Apareció Miguel en el escenario, vestido con prendas ceñidas como una fantasía de Querelle de Brest. Y cantaba “Linda, beso de aire puroooo”, mientras en la platea Antonio babeaba sin perder detalle, estirando la cabeza todo lo que podía al escenario, donde Miguel, como un Tadzio feliz, secundado por los miembros de su cuerpo de baile, sobre los que destacaba gracias a su notable altura, daba saltitos y palmetazos a unos globos llenos de aire…

--… ¡llenos de aire como toda su carrera artística! –me interrumpió Chucky-- ¡No lo soporto!

Dios mío, pensaba yo, desde aquel programa de Íñigo han pasado cuarenta y cinco años, ¿cómo es que lo recuerdo tan bien? ¿Qué ejemplo enigmático e indescifrables vi allí, que luego se vio confirmado por las reapariciones de Bosé, sus canciones tontorronas y anodinas, sus declaraciones paranoicas, sus hijos gestados en vientres de alquiler…? ¿De qué es metáfora esa vida descarrilada?

--¡Como vuelva a oírle decir que de niño frecuentaba a Picasso, lo ma-to, te juro que lo ma-to! –graznaba Chucky, lanzando contra el cantante tremendas injurias a cuenta de su negacionismo sobre la pandemia y sobre las cosas feas que dice de su padre.

--¡Debería limpiarse la boca con jabón antes de lanzarle esos reproches de niño resentido y de lamentarse de si papá era machista o no! ¡Miguel Bosé debería darse cuenta de la distancia que media entre sus canciones, con “Don Diablo” a la cabeza de la abyección, y la figura trágica de un hombre que cuando sale del ruedo, tras matar al toro, cada domingo al anochecer, con el corazón palpitante y el gran alivio de seguir vivo, sabe que el próximo domingo volverá a jugarse la vida! ¡Eso es, en este caso humano, lo único que importa! ¡Ese heroísmo lo habilita para cualquier cosa! ¡Bosé es un desgraciado! ¡Un […] y un […], hala, ya lo he dicho!

Ni ánimos tenía yo ahora para reprocharle sus palabrotas, sus injurias. Volví a casa. Sin saber por qué, la maldita palabra “Tata”, y aquella conversación, y aquellos recuerdos, me habían hecho entrar en una profunda melancolía. Sentado en mi butaca, guardé silencio un momento y luego, en tono desolado, dije:

--Ya, pero con todo y eso, y con lo feo y hasta monstruoso que me parezca eso de la gestación subrogada, que es una modalidad extrema del colonialismo ultraliberal y al mismo tiempo la prueba de un narcisismo delirante y espermatozoico, el caso es que Miguel Bosé tiene cuatro hijos, cuatro, que seguro que lo cuidarán amorosamente cuando sea viejo y esté desvalido… Mientras que a mí…

--¿A ti, qué? ¿Qué te pasa? – preguntó Chucky, asustado por mi tono fúnebre.

--A mí, como no he tenido descendencia… ¡moriré solo como un perro, a saber en qué inmundo catre! ¡Envuelto en el hedor de mis propias heces y empapado de mi propia orina!

Se me humedecían los ojos al pensarlo. Y parece que estas palabras emocionaron también al cínico muñeco, porque le brillaban los ojillos y con voz atropellada me dijo:  

--¡Pero qué dices, tonto! ¡Si tú también tienes cuatro hijos estupendos! –y alzando la voz, con ese timbre de falsete insoportable, tan parecido al del general Francisco Franco, exclamó: --¡Monchito, Rockefeller, Macario!... ¡Venid aquí inmediatamente!... ¡Venid a hacerle compañía al santo Job!

 Al instante aparecieron en el quicio de la puerta las tres marionetas de José Luis Moreno que, como sabe el lector, adopté, en un momento de misericordia, cuando encarcelaron a su padre, el famoso ventrílocuo.

Viendo aquellas figuras desmedradas se me cayó el alma a los pies. Pensé que nunca me habían hecho gracia y que en realidad más bien me repugnaban.

--¡Hola, Moreno! –me saludó Rockefeller.

--Yo no soy Moreno –puntualicé--. Preferiría que me llamases Ignacio.

--Mira, no te llamaré ni una cosa ni la otra. Te llamaré imbécil. ¿Vale?

--Pues vale...

--¿Estás deprimido, Morenín? –dijo Macario--. ¿Quieres que te recite un poema muy divertido?.

--Vale...

--Ahí va: “Un famoso economista, /muy ocurrente y cachondo, / ha dicho, para animarnos, / que aun no hemos tocado fondo.”

Y los tres se partían de la risa.

 Monchito anunció: “¡Voy a contar un chiste! ¡Voy a contar un chiste!”

--¿Y luego merendaremos? --preguntó Rockefeller.-- ¿Hay galletas?

--¡Petit Suís no quedan! --protestó Macario--. ¡Tienes que comprar más, Moreno! ¡Hombre, ya!

--El chiste --dijo Monchito-- dice: “¿Tienes el teléfono de un chochólogo? Porque…”       

¡Qué poca gracia tienen los tres, Dios mío! Vivo en un infierno. Y a propósito de infiernos, el muñeco diabólico dijo, muy ufano:

--¿Lo ves, Ignacio? Nada tienes que envidiar a Miguel Bosé. Estos tres y yo sumamos cuatro. Tus cuatro hijos de ensueño que no te abandonarán jamás. Cuando sientas que te llega el fin, te haremos compañía en tu agonía. ¡Puedes morirte tranquilo!

--Pues qué bien --suspiré--. Mientras no me llaméis “Papito”…