Pese a que, de tan recurrentes, los exabruptos de nuestros políticos pasan ya desapercibidos, me pasmaron las declaraciones de Pablo Casado al denunciar como aquelarre radical el acto organizado en Valencia por Yolanda Díaz, en el que también participaron Mónica García, Ada Colau, Mónica Oltra y Fátima Hamed, con la finalidad última de articular un espacio a la izquierda del PSOE. Una iniciativa que puede gustar más o menos, pero que forma parte de la normalidad democrática, es vista por el líder del PP como una reunión demoníaca de brujas.
Uno siempre puede pensar que se trata de una grosería sin más, consecuencia de un momento de excitación en un acto de partido en Puertollano o que, incluso, ni tan siquiera sabía con precisión qué es un aquelarre. Pero me temo que ni una cosa ni otra, pues el popular se reafirmaba en lo que había sido una expresión previa de su secretaria general en Valencia, María José Catalá, y, además, argumentaba el porqué de ese símil brujeril: se juntaron quienes “pactan con independentistas en Cataluña, tapan casos de abusos a menores en Valencia y, pese a ser feministas, se dedican a explotar a niñas en Baleares, a explotar niñas en Valencia, a taparlo y a llevarlas esposadas a declarar ante el juez”.
Cuesta de entender tamaña vulgaridad en la vida pública, aún más si proviene del líder del primer partido de la oposición, que se autodefine como una opción de centro derecha moderada, preocupada por el auge de populismos de todo signo. Tres consideraciones.
La primera, estamos ante una muestra del verdadero riesgo de nuestra democracia, que no son los radicales. El riesgo no es Vox, es que el PP haga suyo el discurso y las actitudes de los de Santiago Abascal. Ya sea por tacticismo, por incapacidad de generar un discurso propio y centrado o porque, en el fondo, las diferencias entre unos y otros quizás sean poco más que simbólicas. La segunda, es cómo se queda uno de estupefacto cuando no se alza ninguna voz, desde las propias filas conservadoras, o su entorno, criticando las declaraciones. La radicalidad del momento impide el mínimo asomo de autocrítica, ya sea en el PP, el PSOE o cualquier otro partido.
Y, finalmente y lo más grave, resulta incomprensible cómo no entendemos la trascendencia del momento que vivimos. Bajo la apariencia de una cierta normalidad, las fracturas sociales son enormes, la democracia representativa se halla asediada y la convivencia puede quebrarse en cualquier momento. Estamos ante un escenario similar al de hace 70 años, cuando la sintonía entre las dos grandes corrientes, democristiana y socialdemócrata, facilitó un nuevo contrato social que, despedazado, conviene renovar como sea. Hoy, de entender la gravedad de las circunstancias, no nos dedicaríamos a ese concurso de sandeces. De unos y otros, evidentemente. Pero, sin duda, esta semana quien ha estado a la altura del macho cabrío propio de los aquelarres ha sido el líder del Partido Popular.