En el Reino Unido y durante muchos años, los católicos no podían ser funcionarios del Estado. La Iglesia romana interpretó este hecho como una persecución por motivos religiosos, pero la realidad era más prosaica. Los gobiernos ingleses desconfiaban de unos individuos que juraban obediencia al jefe de Estado de un país extranjero, el Vaticano, que no reconocía a la monarquía inglesa. Además, temían que lo que los fieles contaban a los sacerdotes en el confesionario pudiera acabar en manos de esa potencia decididamente enemiga. La cosa terminó cuando se reconoció que los asuntos de fe son materia de la conciencia individual, privada, y no pueden ser impuestos a la ciudadanía.

La mayoría de gobiernos democráticos tienen bastante clara la necesidad de separar las funciones de las iglesias y el Estado. Pero eso no quiere decir que los creyentes no tengan la tentación de imponer a los demás el comportamiento que se deriva de su sistema de creencias. Cuentan para ello con el aval divino, que no es moco de pavo.

En España, por ejemplo, hay hospitales públicos (Lleida, Murcia, Madrid) en los que todos los médicos, absolutamente todos, se declaran objetores de conciencia y deciden que no practican abortos. Garantizar sus presuntos derechos tiene una consecuencia inmediata: se lesionan los derechos de las mujeres que quieren abortar. Y hay una diferencia: ser médico en el sistema público no es obligatorio; ser ciudadana, sí lo es. Y, como reza un viejo dicho, primero está la obligación y luego viene la devoción.

En Francia, hace una semanas, el presidente de la Conferencia Episcopal, Éric de Moulins-Beaufort, dejó clara su interpretación al negarse a colaborar con los tribunales en los casos de pederastia: “Nos debemos al secreto de confesión y, en ese sentido, este es más fuerte que las leyes de la República”. Es decir, la palabra de Dios, tal como él la interpreta, está por encima de la ley. Y de los derechos de las criaturas de las que se abusó.

Se vive en España una situación curiosa: Andrés Ollero, el magistrado del Tribunal Constitucional encargado de redactar la sentencia sobre el recurso presentado por el PP a la ley del aborto, es un miembro de una de las sectas más recalcitrantes de la Iglesia católica: el Opus Dei. Una secta que condena el aborto en nombre de su Dios. Para que nada falte, Ollero fue diputado del Partido Popular, que es el que lo ha encumbrado a este tribunal. ¿De verdad podía esperarse que este hombre redactase una sentencia que respete el derecho de las mujeres a abortar? Porque, según las normas de la sociedad privada a la que pertenece, si hubiera hecho algo así hubiera pecado gravemente y condenado su alma, que es lo peor que le puede pasar a un creyente. Eso al menos dicen los Evangelios: “¿De qué sirve al hombre ganar el mundo si pierde su alma?” (Mateo, 16,26). Ollero es de los que deja el tribunal ahora (su mandato expiró en 2019), pero la simple posibilidad de que alguien así opinara sobre la ley del aborto pone los pelos de punta.

Quizás ha llegado la hora de reconocer que no todos los derechos son iguales. Un ciudadano, el que sea, tiene todo el derecho a creer lo que le plazca, por absurdo que sea, pero eso no puede interferir en los derechos de los demás. Los médicos que no puedan dar plena satisfacción a las demandas de la ciudadanía no deberían ejercer en el sector público. ¿Alguien imagina a un médico testigo de Jehová que se negara a practicar transfusiones, como mandan sus normas? ¿Por qué entonces pueden negarse a practicar abortos? Para ser precisos: poder, pueden, pero en privado. En su consulta. En los hospitales públicos, el primer derecho es el de la ciudadanía.

Y, en lo que respecta a los jueces, tampoco estaría de más restringir su capacidad de actuación de forma que puedan militar en el partido que les dé la gana, faltaría más, o simpatizar con cualquier fuerza política, pero luego deberían abstenerse en los casos que implicaran a esas mismas fuerzas. Lo de Ollero pronunciándose sobre una ley que ha impugnado su propio partido o lo de García Castellón (nombrado para cargos también por el PP) enjuiciando el caso Kitchen causa sonrojo. E indignación. Que Concepción Espejel (la “querida Concha” de Cospedal) juzgue demandas de ese partido solo puede llevar al descrédito de la judicatura.

Estas situaciones ponen sobre el tapete la necesidad de revisar las cosas. Tal vez a la inglesa: quienes reconozcan los mandatos de un jefe de Estado extranjero por encima de la Constitución Española no deberían ser funcionarios del Estado. Ni médicos ni jueces. El alma puede que sea de Dios. El cuerpo, en cambio, es solo humano.

Se dice que la mujer del César debe guardar las apariencias. Los jueces, también.