Las recientes noticias sobre la investigación seguida en el Juzgado de Instrucción nº 6 de la Audiencia Nacional en la denominada “operación kitchen” son muy alarmantes desde el punto de vista de un Estado democrático de Derecho. Levantado el secreto del sumario resulta que en esta pieza del llamado “caso Tandem” (o Villarejo) se investiga el uso de fondos reservados por parte del Ministerio del Interior de Jorge Fernández-Diaz en el Gobierno de Mariano Rajoy entre 2013 y 2015 nada menos que para espiar al ex tesorero del PP, Luis Bárcenas, cuyos famosos papeles ponían en entredicho el sistema de financiación del PP, sobres y pagos en negro a políticos en activo incluidos. Recordemos que se trata del periodo en el que estalla el escándalo Gürtel y en el que el partido en el poder se volcó para torpedear la investigación judicial por tierra, mar y aire. Se volcó tanto, que, al parecer, no solo usó los recursos del partido para hacerlo --lo que ya sería bastante cuestionable dada la procedencia pública de la mayoría de sus fondos y los estándares de funcionamiento de un partido político en un Estado democrático de Derecho-- sino que, ya puestos, utilizó todos los recursos del Estado. Es decir, los que pagamos los contribuyentes con nuestros impuestos. Y además para cometer irregularidades, ilegalidades o delitos. Presuntamente al menos.
Estamos por tanto ante un caso de corrupción institucional de proporciones gigantescas, aunque afecte a un partido y a unas personas que ya no están en el Gobierno o incluso que ya no están en política activa. La confusión y patrimonialización del Estado que supone la utilización de los siempre controvertidos fondos reservados así como de numerosos funcionarios del Cuerpo de Policía para proteger los trapos sucios de un partido en el poder cometiendo ilegalidades e incluso posibles delitos no sé si tiene parangón en otras democracias de nuestro entorno. Parece propia de otras latitudes o de regímenes iliberales. Supone, además, la existencia de enormes fallas en nuestro sistema político e institucional, que nos retrotrae a épocas pasadas, en los que los servidores públicos realizaban tareas privadas por cuenta de sus jefes políticos con el dinero público. Claro que ahora no se trata precisamente de hacer la compra, llevar a alguien a la peluquería o recoger a los niños del colegio. Estamos hablando de cosas mucho más graves, como impedir la investigación judicial de los escándalos de corrupción de un partido político a través de métodos mafiosos. Frente a un escándalo de esta naturaleza no basta ponerse de perfil, como hace el actual líder del PP: debe de existir una repulsa clara y un firme compromiso de que este tipo de actuaciones no pueden repetirse en el futuro, pese a quien pese.
Ahora bien, aunque sin duda la conducta de los protagonistas de este escándalo es muy relevante, hay que insistir en que si pueden producirse es porque existen problemas estructurales en nuestros partidos, Administraciones Públicas e instituciones en general lo permiten. Que los servidores públicos se presten a realizar, tolerar o consentir este tipo de actuaciones (pensemos que se trata de funcionarios a los que, en teoría, esta condición debería protegerles de las presiones de sus superiores políticos) da mucho que pensar. Que se trate precisamente de funcionarios del Cuerpo de Policía cuya función es preservar el cumplimiento de las normas por parte de la ciudadanía da mucho que pensar. Que su jefe político, el ex Secretario de Estado de Seguridad, considere que su lealtad es con sus jefes en el partido y no con los intereses generales y con la Constitución y el ordenamiento jurídico por las que promete o jura su cargo da mucho que pensar. Que esté incluso dispuesto a incurrir en conductas presuntamente delictivas para protegerles y que cuando todo se destapa exija protección mediante un acta de diputado da mucho que pensar. Que se recompense al famoso chófer de Bárcenas no solo con una cantidad importante de dinero público sino también con una plaza de policía da mucho que pensar. Que los investigados manden whatsapps a los jueces que les investigan o a sus superiores da mucho que pensar.
En definitiva, en vez de seguir llevándonos las manos a la cabeza cada vez que un escándalo de este tipo nos recuerda lo institucionalizada que está la corrupción en nuestro país haríamos bien en preguntarnos por qué seguimos a estas alturas sin reformar nuestros partidos políticos, nuestras Administraciones públicas y nuestras instituciones, reforzando en particular la separación de poderes. Eso también da que pensar. Quizás es que a muchos políticos seguir utilizando los recursos públicos como si fueran el patrimonio particular de un partido o incluso de una persona. Que es precisamente lo que se quiso evitar con el establecimiento de Administraciones profesionales, el Estado de Derecho y la democracia a lo largo de los dos últimos siglos. De vuelta en el siglo XIX. Un fracaso en toda regla.