Como tantos otros millones de seres humanos, me encontraba en mitad de una (breve) conversación por Whatsapp cuando el invento del señor Zuckerberg se estropeó y dejó de funcionar. Dada mi legendaria mala relación con la tecnología, lo primero que pensé es que el problema era exclusivamente mío y de mi birria de móvil (soy de los que, cuando compra cualquier aparato y éste funciona normalmente, se llevan una sorpresa rayana en la epifanía), pero no tardé mucho en enterarme de que la cosa se debía a un clusterfuck mundial del que eran responsables Zucky, sus algoritmos y, como diría Aznar, la madre que los parió a todos, momento en el que me invadió una extraña tranquilidad, aunque solo fuese por aquello de que mal de muchos, consuelo de tontos (o de cibertontos, en este caso). Reconozco que me reboté, no porque la conversación que estaba manteniendo fuese de una importancia colosal, sino porque siempre me molesta que me dejen con la palabra en la boca. Eso sí, enseguida me dio por reflexionar sobre esos inventos recientes sin los que viví tan tranquilo durante décadas y que, ahora, cuando me gastan una mala pasada, me hacen sentir incomunicado, perdido, abandonado a mi suerte. A continuación, me puse a pensar en Mark Zuckerberg y en la manía que, no sé muy bien por qué, le tengo: hay algo en ese tipo que me revienta y creo que no es su cara ni su colección de camisetas, aunque ambas cosas contribuyen a mi inquina.
Puede que mi mala relación con la tecnología me lleve a detestar a quienes la dominan de tal manera que se hacen millonarios gracias a ella y a cosas que a mí jamás se me habrían pasado por la cabeza. En el caso de Zuckerberg, tampoco ayudan sus constantes apariciones en el congreso de los Estados Unidos para dar explicaciones sobre prácticas poco claras. O su actitud de maestrillo moralista en Facebook, donde castiga a los que, según él (o el algoritmo), se han portado mal: si largas algo que no debes, como todo el mundo sabe y padece, Zucky te hace callar un día, una semana o un mes, según la gravedad de la fechoría que hayas cometido. Ni Zucky ni sus algoritmos ni sus vigilantes (más o menos) humanos tienen el más mínimo sentido del humor ni están para sutilezas: los comentarios irónicos no los pillan, ni las citas de novelas, poemas o canciones (a mí me picaron la cresta por una estrofa de una canción de los Pogues en la que aparece la palabra faggot (maricón), pues con eso les bastó para tildarme de homófobo y tenerme callado 24 horas, no sin antes avisarme de que a la próxima me iba a enterar de lo que vale un peine en el mundo digital), y las supuestas oportunidades de razonar que te ofrecen no llevan a ninguna parte. Es como si, de repente, volvieras a tener diez años y la maestra regañona te acabara de poner en tu sitio sin saber muy bien qué has hecho, solo para mantener el principio de autoridad y que se note quién manda. Porque en Facebook manda Zucky, y si no te gusta, te vas, cosa que he pensado en hacer varias veces, pero que nunca acabo haciendo porque en Facebook, reconozcámoslo, siempre encuentras algo interesante que leer, algunas buenas fotos que nunca habías visto o algún que otro chiste más o menos ingenioso (entre montones de material prescindible, eso sí).
Afortunadamente para mí, no soy un vicioso de las redes sociales, Me limito a colgar en Facebook los artículos que escribo (si no son de pago: no le voy a hacer la pascua a quien me alimenta), y en Instagram estoy de oyente (aunque tengo casi 100 seguidores sin haber colgado nunca nada, lo cual no me negarán que tiene su mérito: ¡cuando cuelgue algo, lo peto!). Reconozco que ambas redes son útiles para pasar el rato (o perder el tiempo, como prefieran), y que los minutos pasan volando en cuanto te sumerges en ellas, pero…¿Las necesito realmente? Yo diría que no, pero ya que están ahí, las utilizo a mi manera. Quienes realmente me preocupan son los que han caído a cuatro patas en las redes, gente para la que sujetos como Zuckerberg son como sus camellos de la comunicación: unos individuos que lo saben todo de nosotros, mientras nosotros no sabemos prácticamente nada de ellos.
Mark Zuckerberg se ha hecho rico endilgándonos cosas que no sabíamos que necesitábamos. Tampoco sabemos muy bien qué hace con todos los datos personales que le facilitamos, aunque algunos conspiranoicos ya insinuaban que el apagón de hace unos días le sirvió para traficar con ellos de manera turbia. Hay algo en Zucky --y en la gente como él-- que recuerda a los villanos de las películas de James Bond, al doctor Fumanchú o a cualquiera de esos chiflados del cine y de la literatura que aspiraban a dominar el mundo, pero, a diferencia del chino malévolo y del doctor No, estos curillas de la camiseta y la tecnología adoptan un aire santurrón que me los hace mucho más antipáticos que sus predecesores de ficción. Son gente de su tiempo, no lo negaré pero, desde un punto de vista personal, no pueden interesarme menos. Siempre lamentare no haber aceptado, hace muchos años, el encargo de entrevistar a David Bowie porque consistía en viajar a Nueva York, hablar con él 20 minutos y volver a Barcelona al día siguiente (señorito que es uno), pero si alguien me invitara a cenar con Mark Zuckerberg (extremo altamente dudoso), rechazaría la oferta porque a mí ese señor no me cae bien y, además, no sabría de qué hablar con él (solo podría azotarle con la servilleta mientras le espetaba: “¡Deja de censurarme, santurrón de mierda! ¡Y lee algún libro de vez en cuando!”).
Aunque a mí me dé igual, creo que quienes lo admiran agradecerían algún tipo de explicación sobre las seis horas que los dejó colgados. Al parecer, pueden esperar sentados, ya que las excusas han sido del modelo TVE en los años 60, cuando todo se iba al carajo y una voz en off te informaba de que enseguida se recuperaría la normalidad en la emisión. Me consuela pensar en la cantidad de dinero que ha perdido Zucky con sus chapuzas, pero algo me dice que no tardará mucho en recuperarlo. En cualquier caso, me temo que hemos ido a peor en el apartado de masters of the universe, pues hay algo humillante en lo de estar en manos de un tío en camiseta con cara de pasmado: francamente, me quedo con el doctor Fumanchú (ya sé que no era real pero, por lo menos, con él siempre sabías a qué atenerte y, además, estaba perfectamente localizable: en el Limehouse Dock londinense, como recordarán los lectores de las novelas de Sax Rohmer).