A los antivacunas les divierte mucho reírse de los que nos hemos puesto los dos chutes y vamos por ahí con mascarilla. Nos consideran unos infra seres, una especie de borregos incapaces de pensar por sí mismos que hacen lo que se les dice por falta de carácter y de redaños. La mayoría son gente en el fondo inofensiva que se desfoga en las redes sociales y que, a falta de algo mejor, encuentra en su actitud supuestamente libertaria una manera de distinguirse de la masa y darse una importancia de la que carecen. Algunos son famosos (pensemos en Miguel Bosé y su arsenal de chaladuras sobre el coronavirus, incluyendo un supuesto chip que el sistema nos implantaba mientras hacía como que se preocupaba por nuestra salud), pero la mayor parte de nuestros conspiranoicos antivacunas es gente a la que nadie conoce, pero que tiene una opinión muy elevada de sí misma. A unos pocos, a veces, se les va la flapa.
Ese ha sido el caso de un tal Mario N., que la noche del sábado le voló la cabeza al empleado de una gasolinera alemana tras una discusión por la negativa del cliente a ponerse la mascarilla en el establecimiento, motivo por el que el trabajador se negó a venderle unas cervezas. Hasta ese momento, el tal Mario N. se había limitado a despotricar de las autoridades y de las farmacéuticas (no faltan motivos en ambos casos: las primeras no vieron venir nada y llevan improvisando desde el inicio de la pandemia y las segundas se están lucrando de mala manera con sus productos, que solo venden a los países con dinero, a los pobres que los zurzan) y a participar en foros de extrema derecha. Hasta que perdió los estribos y pasó a la acción contra quienes coartaban su libertad, que en este caso se vieron representados por un estudiante universitario que se sacaba unos euros trabajando en una gasolinera de Idar-Oberstein, en Renania Palatinado. Lo peor de todo es que este pobre tarado tenía fans, y aparecieron varios mensajes en Telegram aplaudiendo su acción: los conspiranoicos a medio zumbar se sentían vindicados de manera vicaria por el más chiflado de todos ellos.
Afortunadamente, no abundan los Mario N. en el universo de la conspiranoia. Lo que más se da es el pelmazo auto importante que cree que los demás disfrutamos obedeciendo órdenes idiotas, como vacunarnos y llevar mascarilla. El pelmazo auto importante es tan poca cosa que debe reafirmarse optando por una radicalidad falsa e inútil que no va a ninguna parte. Los de la mascarilla ya sabemos que los gobiernos lo han hecho todo fatal y que abundan los ladrones en la industria farmacéutica, pero la pandemia existe y algo hay que hacer al respecto. Si los gobiernos se han excedido en la aplicación de medidas, ahí está el poder judicial para determinarlo (lástima que no haya ningún poder que ponga en su sitio a las farmacéuticas, pero el capitalismo y la ley de la oferta y la demanda es lo que tienen). Los de las vacunas y la mascarilla no disfrutamos ni con una cosa ni con la otra. Simplemente, si hace falta un código QR para entrar en un restaurante, nos hacemos con el maldito código y santas pascuas (no se nos ocurre pensar que igual ese QR nos vigila desde el móvil o desde el papel cada vez que recurrimos a él). La mascarilla en el metro, con perdón de los conspiranoicos libertarios, suena a algo bastante lógico. Y mis dos inyecciones me ocuparon en total la friolera de diez minutos de mi vida. ¿Me convierte esa manera de ver las cosas en uno de esos borregos de los que abominan todos esos ubermensch que me desprecian en las redes sociales por calzonazos? Yo diría que no. Yo diría que quienes actuamos como yo solo hacemos lo que podemos para llevar una vida lo más normal posible en una situación absolutamente anormal. Y no necesitamos que nos den lecciones de hombría de bien, de resistencia al fascismo (o al comunismo, da igual), de radicalidad democrática y de oposición al Gran Hermano.
Hasta ahora, no me consta ningún ciudadano con mascarilla y dos inyecciones que haya matado a nadie por unas cervezas. ¿Y a ustedes?