El independentismo civil tiene listas sus baterías; comprará al Barça como en su día KIO compró Grupo Torres, cuando la antigua papelera de Higini Torres Majem estaba en situación de quiebra técnica. La ruina es el primer paso de la invasión, como supo muy bien el astuto Javier de la Rosa. Messi no cabe en el proyecto de Laporta y sus avaladores. Para ellos, el Barça es una estructura de Estado de la República independiente, como lo es Caixabank, objetivo opable por parte de un fondo chino todavía innombrable.
La tabla de salvación de Laporta y sus avaladores solo plantea una salida: la privatización del club a medio plazo; es decir, su conversión en empresa, con ayudas públicas a futuro, pero eso sí, con accionistas privados. Del mismo modo que las entidades financieras autóctonas son un objetivo soberanista como las estructuras financieras (no necesariamente públicas) o la Agencia Tributaria Catalana, el Barça es también objetivo, como plataforma de difusión nacional-populista. Su palco es el balcón hermenéutico de los de arriba frente a la mirada de las clases populares. El día que las cuentas muestren la imposibilidad de seguir, la Asamblea de Compromisarios, máximo órgano de decisión según los actuales estatutos del club, tendrá que facilitar la conversión de la entidad en sociedad anónima deportiva, con capacidad de incrementar sus recursos propios en ampliaciones de capital o mediante su salida a bolsa.
Esta es la estrategia. Y la ocasión la pintan calva después del deterioro infligido por la junta saliente de Bartomeu, un vendedor de fingers, que quiso jugar con los dados del destino y tomó el relevo de Sandro Rosell, el niño faltón de un papá que fue gerente de la entidad en la etapa de los industriales algodoneros de Agustí Montal. En aquel tiempo, el palco del Barça fue una combinación de textiles (la antigua empresa Montalfita era su mejor ejemplo) y consejeros de la Banca Catalana de Jordi Pujol, como Raimon Carrasco. Cuando llegó Johan Cruyff como entrenador, el club ya estaba comandado por Josep Lluís Núñez, que convirtió la zona noble de Camp Nou en el trust del metro cuadrado, el parquet del oligopolio de la oferta de ladrillo. Con más pena que gloria, nos fuimos acercando al final del reinado de Núñez, perverso en lo cultural, claudicante en lo deportivo y reaccionario en el mensaje. La trágica demostración de su indolencia antiestética llegó con la invención del “visca el Barça, visca Catalunya” sustituto del “més que un club”, fijado en el tiempo elegante de Narcís de Carreras. Desde entonces, el absentismo de las élites alimenta la voracidad de la raza.
Y cada día que pasa es peor. La victoria de Joan Laporta en 2003 abría un relevo en la clase dirigente: pasaríamos del tocho a la economía digital. Pero nunca más lejos; pasamos del tocho a la conspiración de los consultores, los Sandro, Jordi Moix, Xavi Cambra o el entonces trío, Soriano, Ingla y Victor Font, exdueños de Cluster Counsulting, entre otros, todos altisonantes como intermediarios, vocacionalmente convertido en la burguesía soberanista de papel couché; gentes que venían al futbol a quedarse por los suculentos márgenes de una industria en expansión. Ellos dejaron sus bufetes y empresas tecnológicas para encaramarse en la nueva oligarquía extractiva futbolística, y no han terminado el trabajo. Lo que debía ser el inicio fulgurante --y lo fue en lo deportivo, gracias a Ronaldinho, Xavi, Messi, etcétera-- se convirtió pronto en una guerra de cargos con apellidos vinculados al sector terciario, pero muy alejados de la industria. Cachorros alimentados por los enormes excedentes que produce la maquinaria de los patrocinios del club con más ingresos del planeta.
Ahora se acercan la debacle y la salvación in extremis. Los avaladores de Laporta --tomemos de referencia a José Elías o Jaume Roures-- lo saben bien. Ellos han despedido a Messi y ellos diseñan el futuro. Ellos han rechazado la opción CVC-Liga porque incrementa en 300 millones el pasivo del club (1.500 del ala) y porque lo exige la Superliga europea de Florentino, Laporta y Agnelli, enfrentada al inmovilismo autoritario de Céferin e Iinfantino, una élite rancia como pocas.
Cubrir un agujero patrimonial del Barça para hacerse con el club es una oportunidad, pero esperar a que este agujero se multiplique ya no es negocio. A partir de ahora, Laporta será el hombre quieto; no tocará papeles si quiere mantener el momio; se ha convertido en el sujeto del sociólogo Zygmunt Bauman en Retropía (Paidós): “Es el hombre que alimenta al perro y el perro que garantiza que el hombre no toca nada”.