El sábado pasado pasé por casa de una amiga antes de salir a cenar y me quedé alucinada al ver su nuevo frigorífico: era una de esas neveras de doble puerta, con una enorme pantalla táctil integrada en la puerta derecha, la de la nevera, que cuando yo llegué estaba proyectando fotografías de unas vacaciones familiares por Suiza. Si tocabas uno de los botones táctiles, la pantalla te proyectaba el contenido de la nevera sin tener que abrir la puerta. “Tiene muchas más opciones pero lo controlo desde la app del móvil y ahora no lo llevo encima”, me dijo mi amiga, insistiendo en que nos marcháramos ya porque llegábamos tarde al restaurante.
Pero yo lo que quería era quedarme en su cocina y seguir jugando con su nevera Samsung de última generación. “La quiero”, suspiré, recordando a un profesor de Marketing en Esade que nos decía que un día veríamos una nevera que haría sola la lista del la compra y contactaría directamente con el supermercado.
Veinte años después, el cachivache soñado por mi profesor de Esade ya está aquí. “La quiero, la quiero”, seguía pensando mientras mi amiga me contaba por el camino algunas de las pijadas que hacía la tablet integrada a su nevera, desde informar de la fecha de caducidad de los alimentos, a proyectar fotos de familia, controlar otros electrodomésticos de la casa o contestar llamadas del móvil vía Bluetooth.
Por el bien de la humanidad, yo no cocino casi nunca, pero siempre me han fascinado los robots de cocina. Recuerdo que, de pequeña, mi padre trajo una licuadora gigante de Estados Unidos que cuando se ponía en marcha desprendía un agradable aroma a electricidad. Este olor metálico y algo penetrante que no tiene nada que ver con el olor a chamuscado que logré que hiciera yo años más tarde, al lanzarme a hacer un hummus casero y acabar con la vida del entrañable electrodoméstico al sobrecargarlo de garbanzos.
En mi casa de soltera, los únicos robots de cocina que tienen cabida son la sandwichera, para prepararme deliciosos bikinis, y el Minipimer, por si me atrevo con una crema de verduras. Pero ahora que tengo un hijo, admito que me gustaría que alguien me regalara una Thermomix y comprobar que es cierto eso de que solo hay que añadir los ingredientes para que te salgan unas albóndigas con guisantes, unas croquetas de jamón o un bizcocho de chocolate. Sin olvidar la nevera Samsung, por supuesto. “Mamá, ¿puedo ver los dibujos en la nevera?”, imagino que me dirá mi hijo, mirando impaciente la pantalla del frigorífico (si con ocho meses se ha enamorado de la lavadora y el microondas, no me puedo imaginar qué cara pondrá cuando vea una nevera con pantalla digital).
La web Atlas Obscura publicaba esta semana un reportaje para explicar la obsesión de la sociedad americana por los robots y ordenadores de cocina. Una obsesión que se inició a finales de los 60 y continúa hasta hoy, porque ninguna empresa ha logrado desarrollar aún algun dispositivo capaz de preparar las comidas diarias de una familia y librarnos de las tareas de ir a comprar o limpiar la cocina.
Una de las empresas pioneras en intentarlo fue Honeywell, que en 1969 desarrolló un modelo de ordenador de cocina casi tan grande como una mesa de comedor, que requería un cursillo de dos semanas para aprender a manejar los 16 botones del panel de control. Su coste a valor de hoy sería de 75.000 dólares (unos 64.000 euros). Obviamente, no vendieron ni uno, pero su desarrollo ayudó en la futura creación de Internet, según informa Atlas Obscura.
La obsesión por los robots de cocina también se coló en revistas de arquitectura e informática, y en algunas películas. A mí me vino enseguida a la cabeza el musical Chitty Chitty Bang Bang, de 1969, donde mi querido Dyck van Dyke interpreta a un excéntrico inventor llamado Caracactus Potts que consigue convertir un viejo coche de carreras en un vehículo que podía volar y flotar sobre el agua. Además del coche, Potts tiene otro invento genial: una máquina de hacer desayunos (huevo frito, salchichas), que a mí me volvía loca.
Finalmente, en enero de 2021, la empresa Moley Robotics ha proclamado haber creado la primera cocina totalmente robótica del mundo. El vídeo promocional es alucinante: dos brazos colgantes tipo Robocop se mueven a sus anchas por una espaciosa cocina, haciendo todo tipo de tareas: desde preparar un sofrito a avisar de cuándo es necesario reemplazar los ingredientes de la nevera, sugerir platos basados en los alimentos disponibles o limpiar las superficies después de su uso. ¿Su coste?
Unos 338.000 dólares (286.000 euros). También me lo pido.