En el mundo de la inversión, existen dos conceptos claves que están directamente relacionados: rentabilidad y riesgo. Una mayor expectativa de la primera normalmente genera un incremento del segundo, y viceversa. No obstante, algunos inversores, especialmente los más noveles, se fijan en la variable inicial y desprecian completamente la otra.
Por regla general, son aquellos que confunden sus deseos con la realidad. Creen que su agudeza inversora les permitirá hacerse ricos y transformar un poco de dinero en una gran fortuna. Para intentar conseguir su propósito, deben invertir en activos muy volátiles, cuyos precios pueden llegar a subir o bajar en un día más de un 10%.
Históricamente, dichos inversores compraban preferentemente opciones y futuros sobre acciones o índices. No obstante, la mayoría obtenía resultados muy decepcionantes, pues a los tres años casi todos perdían el capital invertido. En la última década, un gran número ha dirigido su interés hacia las criptomonedas, especialmente a la primera generada y la más popular: el bitcoin.
Los motivos que les inducen a invertir en la nueva divisa digital son muy diversos. Entre ellos están blanquear dinero, ocultar a Hacienda el verdadero importe de las ganancias obtenidas con su compraventa, disponer de una moneda en cuya cotización no influya directamente ningún gobierno o banco central o ser un gran fan de la tecnología (el blockchain) que hace posible su uso.
Algunos justifican sus adquisiciones porque consideran al bitcoin como un magnífico refugio contra la inflación y creen que sustituirá al oro, aunque sea parcialmente, como activo refugio. Basan su opinión en la oferta limitada de los dos y en la supuesta mayor facilidad para acceder a la compra de la criptomoneda desde cualquier lugar del mundo. La disponibilidad de la última no superará los 21 millones de unidades y en los próximos años su producción será inferior a la realizada en los anteriores.
Desde mi perspectiva, el bitcoin puede ser un activo refugio para los ciudadanos residentes en Venezuela, Argentina o Irán, si poseen grandes dificultades para convertir sus monedas nacionales en dólares o euros, pero dudo mucho que llegue a poseer tal condición para los que viven en los países desarrollados.
En primer lugar, porque en ellos el correspondiente banco central difícilmente permitirá que la tasa de inflación se situé por encima del 4% de forma sostenida. En segundo, debido a que cuánto más elevada sea la subida del nivel de precios, mayor será el tipo de interés y menor el dinero en circulación. En los últimos años, el gran incremento de la masa monetaria generada por las compras de deuda pública y privada de los bancos centrales, así como por unos tipos en mínimos históricos, ha beneficiado claramente a la cotización del bitcoin.
En tercero, porque una subida de los tipos de interés provocaría la absorción de una mayor porción del ahorro por parte de la renta fija. El aumento de la rentabilidad real generada por los bonos y obligaciones provocaría una distinta gestión de la cartera de los inversores que aceptan incurrir en un moderado riesgo. Aumentaría la proporción dedicada a los anteriores títulos y disminuiría la destinada a las acciones y los activos alternativos, entre los que se encuentra el bitcoin
No obstante, el argumento más contundente en contra de que una baja inflación desincentiva las compras de la nueva moneda lo proporciona el mercado. En concreto, la evolución de la cotización entre el 1 de enero de 2015 y el 31 de diciembre de 2020. En dicho período, a pesar de que el IPC estuvo por debajo del nivel deseado en EEUU, la Unión Europea y Japón, un bitcoin pasó de cotizar a 314,9 dólares a hacerlo a 28.949,4 dólares.
La gran subida no fue generada por ninguna de las anteriores causas, sino por la creación de una burbuja especulativa típica y tópica. A pesar de una caída de la cotización del 73,2% en 2018, la rápida recuperación de su precio ha hecho que muchos inversores noveles y, otros que no lo son tanto, crean que su importe prácticamente no tiene techo.
Es una historia que se repite una y otra vez. En el siglo XIX, la nueva tecnología eran los ferrocarriles y en torno a ellos creció una gran burbuja especulativa. La repercusión sobre la economía española fue de tal dimensión que la quiebra de la mayoría de las nuevas compañías condujo a la desaparición de más de la mitad de los bancos y a una caída del PIB en 1868 del 13,3%, incluso superior a la acontecida en 2020 (10,8%).
Al final de la pasada centuria, vivimos un ejemplo muy similar. Las nuevas tecnologías de la información y comunicación elevaron la productividad y permitieron durante un tiempo combinar un elevado crecimiento económico y una baja tasa de inflación en EEUU. Un gran número de los gurús bursátiles dieron a ésta por muerta y auguraron una subida de la Bolsa prácticamente perpetúa.
Su frase preferida era: “no está sucediendo un cambio técnico, como en muchas otras ocasiones, sino la llegada de una nueva economía”. Su aplicación al mercado de divisas, con pequeñas diferencias de matiz, es lo que nos están vendiendo los fans del bitcoin. En otras palabras, las monedas nacionales actuales desaparecerán o serán relegadas por las criptomonedas y, en especial, por el bitcoin.
Desde la llegada del capitalismo, el mundo está en constante cambio y nada ni nadie puede evitar que jamás le afecte. Tampoco las divisas tradicionales basadas en el dinero fiat (el emitido por los bancos centrales). No obstante, las nuevas han de ofrecer un gran intangible a la inmensa mayoría de la población: confianza. Es justamente lo que no les genera el bitcoin.
Una divisa tan volátil es maravillosa para los especuladores, pero proporciona una gran inquietud a quienes tienen como principal prioridad de sus inversiones la conservación del patrimonio, siendo éstos la inmensa mayoría de la población de los países desarrollados.
La inexistencia de un prestigiosa institución, como es el caso de los mejores bancos centrales del mundo, que respalde su cotización es un importante problema añadido. No obstante, la mayoría de los fans del bitcoin no lo ven así. Ellos confían en él porque están convencidos de que no hay mejor sistema para respaldar a un divisa que el blockchain. La confianza que tienen en dicho sistema supera a la que podría generarles cualquier entidad financiera que emitiera dinero físico.
En el futuro, espero que sus partidarios más incondicionales aprendan que cualquier tecnología es sustituida por otra mejor, pero las buenas instituciones permanecen. Y, sin duda, entre ellas están los bancos centrales de los principales países. El blockchain es una magnífica de las primeras, pero nadie pueda descartar que en pocos años quede obsoleto y las criptomonedas basadas en él pasen en un escaso período de tiempo de poseer un gran valor a tener uno muy reducido.
En definitiva, en la actualidad, en el mercado de bitcoins existe una gran burbuja especulativa. Más pronto que tarde estallará y dejará atrapados a todos aquellos que han infravalorado el riesgo de invertir en una moneda tan volátil. Lo es tanto que se ha convertido en la ruleta del siglo XXI.
Entre los atrapados estarán los movidos por la envida (“mi hermano no puede ganar más que yo”), la publicidad dirigida a incautos (“hazte rico en muy poco tiempo”) y los que en lugar de ser fans de un club de fútbol, un cantante o una actriz lo son de una criptomoneda. En el mundo de la inversión, el fanatismo siempre resta y nunca suma.