El siniestro caso Villarejo tiene en vilo a medio Madrid. Esta semana vivió un nuevo capítulo que impacta de lleno en el BBVA. El juez instructor Manuel García-Castellón acaba de imputar al jefe de comunicaciones de la entidad, Paul García Tobin, quien habrá de comparecer próximamente para explicarse. De paso, achaca otro delito de administración desleal a Francisco González (FG), que ocupó la poltrona de todopoderoso presidente hasta finales de 2018. Al parecer, se habría servido de los fondos societarios para sus negocios inmobiliarios particulares.
Se trata de la tercera acusación que el juez carga sobre las espaldas del anterior mandamás. Llueve sobre mojado, pues ya desde finales de 2019 lo investiga por los delitos de cohecho y revelación de secretos. Estos sucios asuntos consistieron en el supuesto encargo a José Manuel Villarejo de que espiara a empresarios, políticos y periodistas. El objetivo de semejantes desmanes se concentró en torpedear los planes de la constructora Sacyr, liderada por Luis del Rivero, que a la sazón intentaba apoderarse del mando de BBVA.
Con tal fin, el comisario desplegó todo su arsenal de artimañas al margen de la ley. El propio BBVA luce la poco distinguida condición de imputado como persona jurídica por estos sucesos del pasado.
La situación procesal de FG es altamente delicada. Este exagente de cambio y bolsa acaudilló el banco desde 2001 hasta diciembre de 2018. En tan dilatado periodo, llegó a embolsarse sueldos, pagas y fondos de pensiones por importe de 165 millones. Pero su gestión como gran patrón fue deplorable, pues los accionistas perdieron hasta la camisa, mientras él se hacía inmensamente rico a costa de la institución.
FG ejerció poderes omnímodos, rayanos en el despotismo. Hizo y deshizo a su antojo y manejó la corporación como si fuera su coto privado. Los sumarios en curso de instrucción han destapado que bajo su mando el BBVA desarrolló prácticas propias de una banda mafiosa.
Entre otras lindezas, tuvo a sueldo a Villarejo a lo largo de una década, para que cometiera sus habituales fechorías. Y recompensó a ese policía infiel con más de 10 millones de euros, extraídos hasta el último céntimo de las arcas sociales.
En noviembre de 2019 González acudió a la Audiencia Nacional para declarar en calidad de investigado. En su deposición se hizo el sueco, miró para otro lado y se fue por los cerros de Úbeda. Adujo no tener ni la más remota idea de que la entidad hubiera contratado al exfuncionario. Si alguien lo hizo --vino a decir--, sería por su propia cuenta y riesgo. O sea que, además de escurrir el bulto, tuvo la desfachatez de cargarle el muerto a varios de sus subalternos.
FG sacó pecho ante el juez y destacó los estrictos códigos que siempre guiaron su conducta. Pero García-Castellón no parece haberle concedido demasiada credibilidad. Lo mantiene imputado y ahora acaba de añadirle otro nuevo cargo.
El caso Villarejo comprende ya casi 30 piezas distintas. Cada una de ellas daría para escribir un grueso tomo, si se consideran los innumerables personajes implicados y las múltiples trapacerías perpetradas por el comisario de marras.
Éste salió de la cárcel en marzo último, tras haber permanecido en prisión preventiva casi cuatro años. Se le ha empapelado por cohecho, blanqueo de capitales y pertenencia a organización criminal. En todo ese tiempo no se pudo cerrar ninguna de las causas. Expiró el plazo reglamentario y la justicia tuvo que ponerlo de patitas en la calle.
Villarejo es un individuo explosivo, poliédrico y pendenciero. Este indeseable de altos vuelos tenía la pertinaz costumbre de grabar a todo el mundo con el que se reunía. Así iba almacenando munición para, llegado el caso, someter a chantaje a sus interlocutores. Lenguas viperinas aseguran que la afición de Villarejo de espiar a todo quisque llegó al extremo de grabar a su propia madre.
El sujeto permaneció entre rejas casi 48 meses. Dada la atávica lentitud de la justicia, me temo que hay tela cortada para rato en este rocambolesco caso.