Hoy, más de 200 entidades exhibirán su apoyo a la propuesta presentada por el presidente de Aena, Maurici Lucena, de ampliar el aeropuerto Josep Tarradellas Barcelona-El Prat para mejorar su conectividad internacional hasta convertirlo en lo que en lenguaje aeroportuario hemos aprendido que se llama un hub. En definitiva, para que Cataluña disponga de un centro de conexión y distribución de vuelos intercontinentales de primera categoría. Recordemos que, ya en 2007, esa misma aspiración motivó una ruidosa movilización empresarial, que contó con el apoyo entusiasta de CiU cuando Artur Mas lideraba la oposición al tripartito presidido por José Montilla. Resulta llamativo que Germà Bel, experto en infraestructuras, que hace 14 años asumió el papel de maître-à-penser de la demanda con una durísima crítica a la centralización del modelo aeroportuario español en Barajas, ahora guarde bastante silencio. Una discreción, querida o forzada, que tiene mucho que ver tanto con su amarga experiencia como diputado independentista entre 2015 y 2017, como con la negativa inicial, tanto de ERC como de Junts, al proyecto de ampliación de El Prat, que Bel evidentemente sigue defendiendo por pura coherencia.
Estos días, los que se oponen al proyecto desde algunas tribunas de opinión critican el ambiente de ansiedad que se ha instalado desde hace semanas en la sociedad civil catalana, denuncian un clima forzado de nervios, y proponen, como alternativa, que la decisión sobre la propuesta de Aena la tome el “territorio” mediante una comisión independiente que evalúe --sin prisas-- las diferentes propuestas. No es más que la clásica estrategia dilatoria, bien o mal intencionada, cuya consecuencia sería el bloqueo y el fiasco.
La experiencia de las últimas décadas nos enseña que cuando decisiones de esta envergadura no acaban de una forma u otra imponiéndose, si no las lidera con mano izquierda pero con determinación quien le corresponde, en este caso, el Govern de la Generalitat, el fracaso está asegurado. Y si ya resulta complicado en cualquier otro asunto aunar intereses contrapuestos, las suspicacias son imposibles de disipar cuando se trata de consensuar la conveniencia de grandes infraestructuras, sencillamente porque, más allá de algunas razones atendibles, lo que subyace entre muchos opositores es una cultura conservadora del “no a todo” que en Cataluña está sólidamente instalada. Teniendo en cuenta que el neoconvergente Damià Calvet cuando era consejero de Territorio y Sostenibilidad expresó un rechazo visceral al proyecto de Aena con argumentos increíblemente conspiranoicos, calibrando la oposición de los Comuns por razones principalmente mediambientales, con la alcaldesa de Barcelona, Ada Colau, y el alcalde del Prat, Lluís Mijoler, cuestionando la necesidad de esta importante inversión económica, no es extraño que el mundo empresarial tema que el silencio que mantiene el nuevo ejecutivo catalán presidido por Pere Aragonès acabe transformándose en una negativa de facto. Por tanto, los nervios y la ansiedad están completamente justificados y obedecen a la convicción profunda por parte de la sociedad civil de que estamos ante una disyuntiva clave, de que nos la estamos jugando.
Lucena lleva tiempo explicando la gran oportunidad histórica que supondría esta ampliación del Prat, así como la imposibilidad de que se lleve a cabo sin el acuerdo de la Generalitat, cuya implicación es imprescindible para que la Unión Europea autorice el proyecto, y si ese respaldo no se materializa antes de que acabe el verano. Sería imperdonable que Cataluña perdiera por indecisión, miedo o corsés ideológicos variopintos una ocasión única para la creación de riqueza y de miles de puestos de trabajo, que tardaría no se sabe cuanto en volverse a presentar. Sería imperdonable que la política catalana siguiera enfrascada en la tontería que desde hace una década nos sitúa fatalmente en un plano inclinado hacia la decadencia.