A Ferran Mascarell igual lo vemos en el PSC, que en Convergència, que en Junts per Catalunya, que delegado de la Generalitat en Madrid, y a nadie le sorprende. Ah, mira, es Mascarell, ahora se ha apuntado a estos, se dice a sí mismo el barcelonés, como quien contempla la lluvia caer.
A pesar de lo que pueda deducirse de su historial, Mascarell es una persona firmemente consecuente y no se aparta jamás de sus ideales, si bien estos se reducen a un solo principio: no pegar jamás un palo al agua. Si para ello debe cambiar de partido lo hace, lo primero es lo primero. Si debe reclamar, como hace unos días, que se reduzca la presencia del castellano en Barcelona, lo lleva a cabo sin despeinarse, que por algo su mata de pelo es la única seña de identidad que se le conoce.
Que nadie se preocupe ni se alarme, en ningún caso se trata de que el bueno de Mascarell haya abrazado ideología alguna, eso nunca, se trata de continuar viviendo de los presupuestos, al fin y al cabo una aspiración tan noble como otra cualquiera. Si para continuar con su estilo de vida, mañana hubiera de defender el castellano, se convertiría como por arte de magia en el mayor impulsor de esta lengua desde Cervantes. Si una cosa tiene Mascarell es que no es manco, a la hora de ganarse las habichuelas.
En uno de esos brindis al sol a los que tan acostumbrados estamos los catalanes desde hace algunos años, a Mascarell se le ha ocurrido la brillante idea de que el Ayuntamiento de Barcelona ha de impulsar el catalán, a costa del castellano. De qué forma, ni lo sabe ni le interesa, lo importante es pregonar su idea. Puesto que reclama en concreto “dar importancia a la lengua en los actos institucionales” y puesto que en esos actos se usa el catalán casi con exclusividad, puede parecer que lo que está reclamando este hombre es besarse a tornillo con la primera concejala que pille cerca, en toda recepción oficial, pregón o pleno municipal que se celebre de aquí en adelante. Obligatoriamente, además, para lo cual insta a la alcaldesa a tomar cartas en el asunto, no sé si mediante un bando municipal o un decreto, ya se verá. No está claro que en época de pandemia sea muy buena idea, pasar en un santiamén de tocarse ligeramente el codo a usar la lengua, sería una desescalada excesivamente acelerada. Veremos si la alcaldesa Colau recoge este guante y decide usar la lengua con fruición. A los barceloneses no nos parecería mal que se instaurara este uso de la lengua, pero falta conocer la opinión del Procicat.
Otra cosa es la festividad de Sant Jordi, cuando según Mascarell deberían quedar a un lado --”marginar” es una palabra demasiado dura para que salga de la boca de alguien tan sumamente educado-- los autores que no utilicen el catalán en su obra, es decir, los que escriben en castellano. Debería saber Mascarell que ya el gremio de editores le hace un gran favor al catalán por el simple método de hacer públicas dos listas de distintas de los libros más vendidos, según sean escritos en catalán o en castellano. Si --como sería lógico-- hubiera una única lista con los libros más vendidos, observaría que los primeros puestos los ocupan los escritos en castellano. Gracias a las dos listas separadas, Mascarell, los socios de Òmnium Cultural, TV3 y otros talibanes de la lengua, pueden irse a dormir cada 23 de abril con la ilusión de que los libros en catalán se venden tanto como los libros en castellano y, en el colmo de las ilusiones, que los autores en una y otra lengua tienen la misma calidad.
No es que nadie crea que todo lo anterior le importa ni siquiera un comino a Mascarell, quien dentro de unos años estará en quién sabe qué partido político defendiendo quién sabe qué lengua y quién sabe qué principios. Aunque, eso sí, haciendo siempre aquello que le conviene para mantener quién sabe qué poltrona.