Han pasado ya más de dos meses desde las elecciones autonómicas catalanas del 14 de febrero y seguimos aún sin Gobierno. Los partidos separatistas han optado una vez más por continuar su permanente competición sobre cuál es el partido hegemónico en el mundo procesista, mientras obligan al conjunto de Cataluña a seguir dando vueltas en la rueda de hámster en la que han convertido el debate político en nuestra comunidad.

La situación podría degenerar hasta el punto en el que deban convocarse nuevas elecciones autonómicas en las que Junts intentaría superar a ERC, obligándole a participar entonces en un gobierno presidido por un nuevo presidente títere teledirigido desde Waterloo por el fugado Puigdemont.

Ya conocemos el guion de esta mala película. Pero detrás de la batalla por demostrar la pureza de sangre, la pata negra y el pedigrí soberanista se oculta, en realidad, el control del poder entendido como botín, tal como lleva sucediendo en Cataluña desde hace más de 40 años.

Esta burda pugna por el poder y el botín, mientras la economía y el empleo van tirando, no ayuda a que las cosas mejoren; pero cuando las cosas van mal las empeoran, con un resultado terrible para la sociedad y las posibilidades de las empresas, los autónomos y los trabajadores más afectados para ver luz al final del túnel.

Porque, desgraciadamente, las cosas en Cataluña van mal, muy mal. A la terrible crisis sanitaria provocada por la pandemia del Covid-19 se le suman los efectos económicos de las decisiones adoptadas para combatirla, muchas de ellas fruto de la incompetencia de un gobierno incompetente, que están causando una destrucción de empresas, autónomos y empleos de dimensiones catastróficas.

Así, mientras esto angustia a una mayoría de catalanes, el único afán de los partidos separatistas es quién preside el Govern y cómo repartirse la Generalitat para pillar más botín. Lo que no dicen, y nadie parece preocuparle, es qué hará ese gobierno.

Porque es necesario un gobierno, pero ¿para hacer qué? ¿Qué medidas económicas va a tomar? ¿Qué propuestas para estimular la creación de empleo va a impulsar? ¿Qué estrategia va a seguir para atraer empresas? ¿Cómo va a recuperar la inversión en el sistema sanitario y educativo para situarnos en la media europea? ¿Cómo va a afrontar los retos de la digitalización, la transición ecológica, la transformación de nuestro tejido productivo y los desafíos medioambientales?

Desgraciadamente, nada de esto condicionará ni determinará las negociaciones en marcha. Porque nada de esto está en la agenda de los partidos que tratan de conformar gobierno. Solo les une una cosa: seguir alimentando un discurso de confrontación y choque con el Estado de derecho mientras avivan la división de la sociedad catalana. Ah, y repartirse el botín.

El problema de Cataluña hoy no es cómo conseguir la independencia, sino cómo evitar la decadencia por la que se desliza desde hace diez años una de las regiones más pujantes de Europa. No es una afirmación retórica: les aconsejo leer los datos de desempleo, las cifras económicas y su posición respecto a otras comunidades autónomas en indicadores sobre calidad educativa o sanitaria y respecto a otras regiones de la Unión Europea

No sé si al presidente en funciones de la Generalitat, Pere Aragonès, esto le preocupa. Lo que sé es que su gobierno, si finalmente es elegido, no estará diseñado para afrontar los retos reales a los que se enfrenta Cataluña y el conjunto de los catalanes, sino para seguir alimentando problemas imaginarios con los que eludir su negligente gestión mientras responsabiliza a otros de los problemas: antes España y ahora también Europa.

Pero la mayoría de los catalanes tienen otros problemas o, dicho con exactitud, tienen problemas, a secas. Los más acuciantes son ahora de salud, pero también son económicos, de desempleo, precariedad laboral, vivienda, falta de oportunidades, seguridad e incertidumbre ante el futuro.

Y a mí me preocupan los problemas de la gente que son problemas de verdad, no los imaginarios. Es legítimo desear la independencia, y que ese sea el único problema de algunos partidos, pero es más legítimo aún que muchos nos preocupemos por el peligro de una Cataluña en decadencia. Una preocupación que se extiende cada día con más intensidad en los círculos económicos y políticos.

Porque la independencia no dejará nunca de ser más que un deseo, pero la decadencia empieza a ser muy, muy real.


Jordi Cañas es eurodiputado de Ciudadanos en el Parlamento europeo