En los últimos años somos testigos de la inexorable decadencia de Cataluña. Somos espectadores en primera persona de la autodestrucción de una sociedad que parece que se aburrió de su prosperidad.
En las décadas que sucedieron a la recuperación de la democracia, Cataluña experimentó una bonanza sin precedentes en su historia. Todo ello a pesar de Pujol. De hecho, el régimen pujolista --que introdujo el nacionalismo catalán hasta el tuétano de esta colectividad-- es uno de los elementos que más han contribuido a acelerar el ocaso que hoy sufrimos.
El legado de Pujol fue el procés, una sinrazón absurda e inútil capitaneada por los líderes más incompetentes que pudiéramos imaginar. Los Artur Mas, Carles Puigdemont, Quim Torra, Oriol Junqueras, Rafael Ribó, Gabriel Rufián, Laura Borràs, Marta Rovira, Toni Comín y compañía no tienen parangón en el ámbito autonómico ni nacional.
A ello se sumó una burguesía cobarde que fue incapaz de plantar cara --o lo hizo demasiado tarde y con excesiva laxitud-- a los que se dedicaban a agujerear con fruición el casco del barco en el que todos navegábamos a la deriva.
Mientras el centro del mundo se desplaza a Asia, y Europa se esfuerza por reinventarse para encontrar un sitio en el nuevo orden global, en España gastamos las energías en discutir sobre el sexo de los ángeles, arrastrados por los nacionalismos periféricos y los populismos adanistas.
La poca industria que teníamos se desmantela a marchas forzadas, un fenómeno que es especialmente intenso en Cataluña --otrora envidia del resto del país--, que será muy difícil de revertir y que se suma a la fuga de empresas que nos trajo el procés. Cataluña se convierte en un paraíso okupa. Los antisistema controlan el Ayuntamiento de Barcelona. Los independentistas llenan sus listas con lunáticos y, tras sumar mayoría el 14F, se preparan para seguir gobernando --con la CUP-- contra media Cataluña y contra el resto de España. Y los medios de la Generalitat siguen alimentando el discurso del victimismo y del “puta España”.
Entre tanto, nuestros líderes políticos son devorados por los complejos: Pedro Sánchez se echa en manos de la izquierda radical --que defiende un inexistente derecho de autodeterminación de las CCAA y el engendro falaz de la “España plurinacional”-- y del independentismo extremista de ERC para apuntalar su Gobierno --con el horizonte de los indultos de la vergüenza a tiro de piedra--; y Pablo Casado pacta con la extrema derecha de Vox en las CCAA y se avergüenza de las cargas policiales del 1-O ordenadas por la justicia para defender la integridad territorial --pese a ser, probablemente, la mejor y más trascendente actuación del Estado en toda la democracia--.
Los disturbios y saqueos de los últimos días son solo un síntoma más de la descomposición de la sociedad catalana. En realidad, la violencia es habitual en Cataluña. Hace años que la padecen partidos y políticos constitucionalistas, medios y periodistas no nacionalistas, jueces y fiscales. Y hace también mucho tiempo que masas descontroladas y agresivas toman las calles periódicamente de forma impune.
Es imposible que se respete la autoridad de los Mossos d’Esquadra cuando hace lustros que se les tritura por hacer uso de la fuerza que la ley les atribuye --también desde el propio Govern--. Y todavía es más difícil cuando se aplaudió que se pusieran de perfil --e incluso colaborasen con los amotinados-- en otoño de 2017, ante el mayor desafío que ha afrontado la democracia española.
Las señales inequívocas del hundimiento de Cataluña no son nuevas. Sorprenderse ahora roza el cinismo.
Buena suerte, y disfruten de lo votado.