La amnistía se ha convertido en el eje de todo discurso independentista, abandonado el objetivo de una independencia por arte de magia y la hipótesis de una inminente intervención de los cien mil hijos del tribunal de Estrasburgo y de la ONU para obligar a España a darles la razón. La prioridad ahora es obtener el olvido judicial, penal y político de los sucesos de otoño de 2017 y se presenta como la exigencia ineludible para avenirse a recorrer la senda de la negociación en el  conflicto catalán. La reclamación contrasta vivamente con uno de los eslóganes de mayor fortuna entre los independentistas, aquel que proclama que no debe haber “ni olvido ni perdón”, pero se entiende que dicha insolencia solo vale para los adversarios del Procés.

La última amnistía en España se promulgó en septiembre de 1977, en época preconstitucional. Este es el sentido de las amnistías, cerrar las heridas en los cambios de regímenes, como el que se produjo con la aprobación de la Constitución democrática de 1978 respecto de la dictadura franquista. Este no es el escenario creado con el intento frustrado de proclamar la república catalana y la posterior reacción policial y judicial contra los protagonistas. Por mucha razón que lleven las críticas a la violencia policial o al exceso de celo de fiscales y jueces, ninguna pirueta semántica o ahistórica puede confundir la situación de injusticia que puede darse en un estado de derecho con la represión sistemática del franquismo contra todas las ideas que no fueran las del Movimiento.

Seguramente la condena por sedición y las duras penas de cárcel constituyen una equivocación mayúscula, atribuible en primera instancia a la judicialización decidida por el gobierno Rajoy. Todo debió quedar en una desobediencia con malversación en algunos casos. No fue así, sin embargo, la reconducción y reparación de esta situación entran plenamente en los supuestos de los indultos personales que ofrecen el perdón total o parcial de las penas de los condenados. El gobierno de Pedro Sánchez no debería retrasar por más tiempo la resolución de los expedientes de indulto, porque la decisión está en su mano y no requiere de mayor trasiego parlamentario.

La amnistía no aparece en el texto de la Constitución, probablemente porque la carta magna de un estado de derecho no puede contemplar la eventualidad de un “olvido general” como consecuencia de un cambio de régimen, porque este cambio en teoría solo podría ser a peor al dejar de ser un estado de derecho. No hay consenso entre los juristas en la interpretación de este silencio constitucional. Lo cierto es que no se recoge una habilitación específica para promulgar la más generosa de las medidas de gracia, pero sí se niega el indulto general que en la escala de beneficios estaría por debajo de la amnistía. Si se prohíbe lo menos, se podría deducir que también estará prohibido lo más, aunque esta suposición, defendida entre otros por Enrique Gimbernat, solo puede ser confirmada por el Tribunal Constitucional.

En todo caso, la exigencia del “perdón y olvido” por parte del Estado es a día de hoy la consigna más unitaria (la única, prácticamente) del independentismo. ERC, Junts, CUP y PDECat comenzaron a hablar de amnistía en septiembre de 2019, cuando el juicio contra los dirigentes del Procés enfilaba el último mes de sesiones en el Tribunal Supremo y la sentencia condenatoria se daba por descontada. Desde la primera resolución del Parlament hasta la presentación esta semana en el Congreso del proyecto de ley de amnistía la mesa de negociación solo ha tenido ocasión de presentarse en público e hibernar a la espera de una primavera que no llega.

La amnistía no prosperará a menos que el PSOE cambie de opinión. Y se presume difícil que lo haga, por la doctrina de la inexistencia de ningún cambio de régimen que exija olvidar nada y por la dificultad manifiesta de conformar una mayoría cualificada para aprobarla. Esta ley orgánica significaría el reconocimiento de un “error de estado” que sería utilizado automáticamente contra dicho estado por quienes quieren destruirlo, e implicaría una situación insostenible frente a sus aliados de la Unión Europea. Una entelequia, vaya.

La cuestión pues no es lo que hará el PSOE, sino cuál es el propósito de la disyuntiva planteada por los partidos independentistas, justamente en tiempos de consignas insensatas de estilo épico como el Comunismo o Libertad o el No pasarán. Una vez consolidada la amnistía como una exigencia irrenunciable, de no promulgarse, ¿adónde les lleva? La CUP y Junts verán confirmadas todas sus teorías, se instalarán en el monte y desde allí convocarán al somatén. Pero, ¿y ERC y los pocos diputados del PDECat, enterrarán la mesa de negociación hasta superar el disgusto o tal vez piensan realmente en hacer caer al gobierno del PSOE y Unidas Podemos? ¿Con la esperanza de que ocurra qué?

Una nueva victoria del PSOE, probablemente con menos influencia de Podemos, no modificará substancialmente el contexto, estará dónde siempre: en una mesa para dialogar sobre el perfeccionamiento del Estado Autonómico y con la perspectiva de los indultos. Un gobierno del PP y Vox sí que supondría un cambio, pero a mal. No habría ni amnistía, ni indultos ni mesa de negociación, solo un recrudecimiento de la tensión y una mayor dificultad en la gestión compartida de los fondos europeos para salir de la crisis económica provocada por la pandemia. Una sobredosis de victimismo.