¿Cuántas pulsaciones por minuto tiene este hombre? Su quietud inquieta en un país desatado por el griterío. El pasado jueves, el ministro José Luis Ábalos se plantó en la sede de la patronal catalana, Foment del Treball, dispuesto a “construir puentes” entre Cataluña y España a base de relanzar las infraestructuras pendientes. Maestro de profesión y mirada larga sobre los anfiteatros, Ábalos captó la atención de los empresarios utilizando simbólicamente y sin decirlo el preámbulo “como decíamos ayer”, la frase atribuída a Fray Luis de León en Salamanca después de su exilio, y repetida por Unamuno, cuatro siglos más tarde. Fue un “volvamos a empezar”, aquí no ha ocurrido nada con la sopa boba del procés; y hace falta sanfasón, en el mejor sentido, para hacerlo así, delante de los operadores económicos que han superado la bronca nacionalista antieconómica y que ahora esperan ansiosos las subvenciones y créditos de Bruselas para iniciar la reactivación.
El mensaje de Ábalos no pudo ser más atinado: “Apresúrate despacio” (festina lente) o “vísteme despacio que tengo prisa”, en el sabio cancionero español. ¿Cómo lo hizo el ministro? Contándoles a los empresarios que muy pronto “abordará temas pendientes con la Generalitat y los ayuntamientos catalanes, como la gestión de los fondos europeos, el déficit del transporte público, las Cercanías, nuevas actuaciones en materia de vivienda y la agenda urbana”. Su público vio pasar por encima de sus cabezas los flujos llegados de la UE con destino a las administraciones autonómicas o municipales que llevan una década prevaricando. Los emprendedores privados solo temen ahora que los cargos de confianza y asesores de los políticos se conviertan en una versión actualizada de las élites extractivas que descapitalizaron el país, con la llegada de los fondos de cohesión europeos, en la etapa de Aznar. Por Ábalos no será; la vanguardia de la economía catalana ha empezado una etapa de complicidad con el ministro del sosiego. Las inversiones en infraestructuras, con el aval del Gobierno central están llamadas a desatascar el conflicto territorial. Presencial o no, la participación en el acto de los miembros del Consejo Consultivo de Foment --las cien familias-- garantiza por si sola el inicio de una etapa de colaboración entre Barcelona y Madrid.
El presidente de la gran patronal catalana, Josep Sánchez Llibre, es de los que no se mueven del pacto. La doctrina de Karl Poper es hegemónica en la baja Via Laietana abierta en su día por Francesc Cambó; Sánchez Llibre --respaldado por el presidente del Círculo de Economía, Xavier Faus-- ha sido capaz de aproximar a todos al consenso, incluso a un cazafortunas, como el presidente de la Cámara de Comercio, Joan Canadell, voz inmarcesible de la perturbada ANC. Canadell es un correveidile de los que ahora se hacen los buenos chicos para ver qué cae de los fondos Next Generation de la UE. Y estos fondos, aunque se plasmen en el Presupuesto non nato de María Jesús Montero (Hacienda), no llegarán a las pymes si no es con el trabajo previó de coordinación de proyectos sectoriales que cumplan las condiciones de la Comisión; y no llegarán antes de febrero.
La letanía de Ábalos resultó convincente para el aforo descorazonado de la sede de Foment, un edificio regio levantado por Adolf Florensa, arquitecto noucentista, influido en su tiempo por la Escuela de Chicago. En el interior de la noble empalizada, al ministro Ábalos se le escuchó y se le entendió. El salón de plenos de la patronal, rellano derecho de una escalera marmórea, es la antesala del un desfile de cornucopias dedicadas a los presidentes de la gran patronal, empezando por Juan Güell i Ferrer, el padre del arancel, que hizo de Barcelona la ciudadela del proteccionismo. Ábalos es un mensajero de fondo; no de enunciados; no excita de palabra, pero adorna con promesas los sueños reparadores. El secretario de organización del PSOE es un apparátchik incombustible, el culo di ferro que, sin levantarse de la silla durante días, derrotó por cansancio a los barones socialistas dispuestos a llevarse por delante a Pedro Sánchez, en la crisis del Comité Federal del PSOE de 2017.
El actual titular de Transportes transita por las veredas pragmáticas de los hombres útiles sin ideología. Hay algo en él del estilo sobrio que adornó a José Fouché, aquel ministro francés todo terreno, capaz de estar con Dios y con el Diablo, sorteando siempre los odios partidistas. Ávalos lleva también sobre su espalda en aplomo dúctil de Rubalcaba, el dirigente desaparecido que desempeñó la misma función desde el final del felipismo hasta la etapa de ZP. Es cierto que Rubalcaba se cayó del pedestal durante la larga crisis socialista, pero reconozcamos ahora que su último jefe, Bambi, nunca tuvo el arrojo de Sánchez. Conviene añadir que el presidente español y su equipo están desplegando su mejor persuasión fuera del Congreso; la Moncloa de Iván Redondo tiene un lenguaje propio para interactuar con la sociedad civil, al margen de las cámaras legislativas. Es la gramática del despotismo ilustrado que utilizaba, en su época, Carlos Solchaga ante la caída del naval y siderurgia o la de Boyer ante el lento derrumbe de los bancos-fortaleza, los llamados Siete Grandes.
En el papel que le encomienda Moncloa, Ábalos se ha presentado ante los empresarios catalanes como tejedor de hegemonías sociales, no estrictamente partidistas. Tiene dos aliados discretos en el mundo de la economía: el director del gabinete de presidencia de Foment, Jordi Casas --un ex político enraizado en el Gremio de Fabricantes de Sabadell, la mejor tradición-- y el secretario de Estado de Transportes, Pedro Saura, número dos del Ministerio. Ambos, Saura y Casas, han cocinado el éxito del ministro socialista y su buena sintonía con Damià Calvet, conseller de Territorio y aspirante al liderazgo de JxCat. La economía y sus planes de salvación suman fuerzas; la vuelta al reformismo, después de los juguetes rotos de Puigdemont, anuncia sin duda a una generación más influyente que rebelde.
En Cataluña, la economía mueve a sus envolventes culturales y políticas. El Foment químico y metalúrgico, que desplazó la hegemonía algodonera del arancel, abrió la puerta de Europa mucho antes de que los políticos consolidaran a España en la actual UE. Y hoy, solo las élites económicas parecen capaces de desterrar los dogmas etnocéntricos del soberanismo.