Ahora que las voces a favor de la instauración de una tercera República resuenan con fuerza, es cuando aquellos interesados en adquirir conocimiento o juicio sobre este movimiento político deberían leer --si no lo han hecho ya-- un excelente libro. Se trata del volumen que publicó el catedrático de historia contemporánea Ángel Duarte: El republicanismo. Una pasión política (Cátedra, 2013). Además de exponer las raíces y evolución de este movimiento en España, este prestigioso historiador --catalán y andaluz a un tiempo-- ofrece en el primer capítulo un lúcido y vigente análisis sobre el significado de ser republicano, hoy.
La lectura de esas páginas ha de ser obligatoria para cualquiera que se precie de ser republicano por ideología, por tradición familiar o por cualquiera otra razón, incluida la moda. Soplan vientos --que ahora se llaman tendencias-- a favor del republicanismo en España, no sólo como un movimiento político transversal, también como un estilo de vida y, lo que es más peligroso, como una identidad. Nada nuevo. Ya en el siglo XIX se vendía en Barcelona --para más señas en la calle Hospital nº 39-- un papel republicano para cigarrillos de Pablo Almuni que no perjudicaba “la salud de los fumadores”. Para evitar sucedáneos, en su publicidad se advertía que “todos los papelitos llevarán el triángulo al transparente por contraseña”. A los practicantes de un republicanismo impostado, banal, huero, pero con un diseño cool del envoltorio, es a los que bien podríamos denominar republicanistas. Pero no sólo a estos.
Es cierto que, como demuestra Duarte, hay “un rumor republicano que viene del ayer”. Mucho después del triunfo político y mediático de la Transición, ese rumor aprovechó la puerta entreabierta a comienzos del siglo XXI para colarse en la vida pública mediante el activismo social para la recuperación de la memoria histórica. Poco después llegó el reconocimiento académico y, a continuación, las legislaciones historicistas y legitimadoras de la genealogía democrática de las dos repúblicas. A la complaciente imagen de la Transición se le comenzó a despojar del adanismo presentista que sus protagonistas le habían otorgado.
En la última década, este resurgir del republicanismo ha sido aprovechado por partidos o movimientos nacionalistas para subirse a esa nueva ola y, de ese modo, blanquear su reciente pasado elitista, etnicista o filofascista. Estos ultras --nacionalistas todos-- han encontrado oxígeno en este republicanismo de futuro, y no sólo en Catalunya o en Euskal Herria, también en Galiza o en Andalucía. Llegado a este punto, no debe sorprender que afloren por doquier delirios republicanistas que causan estupor y vergüenza ajena, pero que responden a ideologías fracasadas y deudoras de modelos totalitarios derrotados. Un ejemplo: Hace unos días la web lasrepublicas.com celebró que la ANA (Asamblea Nacional de Andalucía) --tutelada por ERC y ANC-- nombrase “Hijo Adoptivo” al emir de Sharjah (Emiratos Árabes Unidos) por reclamar “la reversión de la privatización de la Mezquita de Córdoba, para su vuelta a la propiedad pública, en concreto al pueblo de Andalucía, con independencia de su uso”.
Queda mucho para que podamos alcanzar una democracia republicana, más participativa y abierta. De los errores cinegéticos o de las opacas fortunas de reyes no deriva una República, aunque la facilita. Este modelo es una opción que puede plantear un Estado mejor organizado para beneficio de toda la ciudadanía, más jacobino en lo fundamental y atomizado en lo accesorio. Contra estos proyectos republicanos regeneradores y cívicos se enarbolan los delirios republicanistas, palos en las ruedas de los anhelos de una ciudadanía en busca del bien común que, recordemos, no viene de los emiratos del golfo ni está sólo en nuestra propia casa.