Aunque solo sea a veces, congratula estar de acuerdo con lo que uno piensa. Sobre todo si además parece que coincide con lo que creen otros. De un tiempo a esta parte, cada vez hablo con más gente que manifiesta una acusada tendencia a la abstención, el voto en blanco o nulo en unos próximos comicios catalanes. No deja de llamarme la atención. No sé si será una expresión del “derecho al desinterés” que decía Ramón de España recientemente desde estas páginas o si se trata de una simple manifestación de objeción o insumisión política. Mal asunto, en cualquier caso.
Vaya por delante mi voluntad de acudir a votar. Cuando toque. Pero coincido con mucha de esa gente a quien importa un rábano lo que digan Carles Puigdemont u Oriol Junqueras; Albert Batlle, Marta Pascal o Miquel Iceta; Àngels Chacón o David Bonvehí. Total, no sabemos cuándo --ni tan siquiera si podremos-- ir a votar, dado el sombrío panorama de rebrotes y nuevos confinamientos de mano de la impericia absoluta del vicario Quim Torra que ya dejó escrito a mediados de mayo aquello de “Por Cataluña y por la vida”. Hay ocasiones en las que el orden de los factores sí que altera el producto. Qué más da reiterar las divergencias entre los socios de Gobierno catalán: de todos es sabido y conocidas sus consecuencias. Así que, lo mejor, es hablar lo menos posible de ellos.
Creo que fue hace 10 años, toda la prensa catalana publicó un mismo y largo editorial común en defensa del Estatut reformado de 2006, bajo el título de La dignidad de Catalunya. ¿Sería posible ahora algo parecido? La idea central podría ser sencilla: “¡Basta ya! ¡Necesitamos un Govern!” El que sea, pero uno. Antes de que acabe con todos. Porque hay gente de riesgo y gente que es un riesgo para los demás, dada su imprevisión, inacción y ausencia de plan alguno.
Desde que se levantó el estado de alarma, la única idea que han tenido quienes gobiernan desde el palacio de la Generalitat, en pleno confinamiento perimetral de la comarca del Segrià, es el uso obligatorio de la mascarilla. Sin entrar a discutir la necesidad de tal decisión, la consecuencia es que las pocas reservas hoteleras que podía haber cayeron en picado en unos días. En la prensa internacional no se habla del Segrià ni de Lleida sino de Cataluña o Barcelona.
En realidad, una maniobra de distracción para acabar haciendo lo que se aventuraba previsible: el confinamiento domiciliario. ¿A quién le echarán ahora la culpa Quim Torra y sus mariachis de este nuevo arresto domiciliario? Son capaces de decir que es de los temporeros que vienen de España. Al tiempo.
Tal vez piensen estos próceres de la patria catalana que su gran contribución a la historia del país e incluso de la humanidad haya sido convertir la corbata en un cadáver exquisito gracias al teletrabajo. Más allá de su carácter de complemento o del valor de seriedad, formalidad y respeto institucional, puede reconvertirse en instrumento de gran utilidad para sacar lustre a los zapatos.
En tiempos del tripartito, la corbata ya tuvo un enemigo declarado, por repulsión o simple postureo: Josep Bargalló. Fue entonces y vuelve a ser ahora consejero de Educación de la Generalitat y empeñado, también tanto ayer como hoy, en finiquitar la enseñanza concertada. Ignoro si por un empeño personal en aparentar de izquierda además de republicano.
Da igual, es el genuino representante del descamisado, acepción heredera del peronismo más rancio tras una manifestación por la liberación del general Juan Perón en 1945. La verdad es que se transformó en algo más que un atuendo: pasó a ser una condición social. Hay modas que se perpetúan: el populismo es una de ellas.
La verdad es que cada cual es muy libre de vestirse como le venga en gana. También cayeron en desuso las chaquetas cruzadas, los sombreros masculinos, tirantes, pajaritas o gemelos. Aunque siempre queden excepciones. La vestimenta, en general, es una parte sustancial de la comunicación no verbal. Ahí está el gran cambio de las tecnológicas, con Bill Gates, Jeff Bezos, Steve Jobs o Mark Zuckerberg como ejemplo claro de un cambio de hábitos y perfectamente identificables con las empresas que representan sin necesidad de recurrir a corbata ni colores corporativos. Nada que ver con Emilio Botín y su corbatón rojo propio del color de la entidad que presidía.
De todas formas, los grandes acuerdos se anuncian ahora con mascarilla y se suscriben con corbata. Salvo que seas Pablo Iglesias, al que sienta la chaqueta como a un Cristo dos pistolas. Siempre se ha dicho que el hábito no hace al monje o que aunque la mona se vista de seda, mona se queda. La uniformidad invita además a la confusión: hay convenciones o reuniones en que resulta imposible identificar a una persona porque la masa de asistentes es una cohorte de hombres ataviados con traje azul.
Ahora bien, con un empujoncito más de teletrabajo como el que acaba de ponerse en marcha en Lleida, gracias a las videoconferencias y otras opciones podrá estarse en casa hasta en calzoncillos pero tocado con una magnífica corbata; o simplemente en camisa, modelo Josep Bargalló. Al final, a falta de poder hacer algo mejor, podemos acabar dando vítores a los descamisados. Signo inequívoco de que el confinamiento habrá afectado también a la mente y nos hemos vuelto todos majaras. Trabajo ímprobo para los psiquiatras.