Trabajaba de sol a sol en un pueblecito de Granada, Los Olivares de Moclín. Cuando le preguntabas a qué se dedicaba, decía que era ama de casa y que ayudaba a su marido en el campo. Ella echaba una mano, él ganaba el jornal. Ellos, como tantas otros hombres y mujeres de su generación, mantenían el status quo del sistema patriarcal que dividía el trabajo en función de los roles de género. Eran mis abuelos. Dos generaciones más tarde, cuando sus nietas llegamos a la universidad, como muchas otras de nuestra generación y clase social, y nos incorporamos al mercado de trabajo, el verbo ayudar cambió de sujeto político, y fueron nuestros compañeros de vida los que pasaron a echar una mano (lejos queda todavía la conjugación del verbo corresponsabilizar) no en el campo, sino en el espacio doméstico.
Ni mi abuela ni mi abuelo conocieron el covid, el virus de la soledad. En su marco mental, si tenías hijas o buenas nueras era impensable vivir y morir solo o sola. El cuidado era femenino. Perpetuaban así, el imaginario de la perfecta ama de casa que el machismo y el franquismo habían grabado a sangre, y nunca mejor dicho, en la sociedad española. Orgullosos del ascenso social de sus nietos y nietas, gracias al trabajo incansable de sus hijos e hijas, poco imaginaron que en 2020, fruto de una pandemia mundial, el trabajo del cuidado, aquel al que se habían dedicado toda la vida las mujeres de la familia, ocuparía la centralidad política.
La incorporación de las mujeres al mercado de trabajo fue acompañada de la mercantilización de buena parte del trabajo doméstico, que históricamente habían realizado nuestras antepasadas. Pero la introducción del trabajo del cuidado en la economía, lejos de alterar el sistema de géneros imperante, perpetuó, para tranquilidad del sistema patriarcal, los roles de género y su jerarquía: el 66% del personal sanitario y el 84% de las personas que trabajan en centros residenciales son mujeres, como nos ha mostrado esta crisis.
Así es, son mujeres las que siguen curando y cuidando en el trabajo y en el hogar. Pero de la misma forma que antaño lo hiciesen los hombres con las mujeres de la familia (recuérdese el Contrato Sexual de Carole Pateman), ahora somos muchas de nosotras las que, convertidas en proveedoras, demandamos cuidados, y ahí radica la paradoja, relegamos el trabajo reproductivo en otras mujeres, las conocidas como madres, también hijas, trasnacionales. En un trueque consentido por la mayoría pero con sentido sólo para el capital, las mujeres pobres emigran de sus familias para cuidar remuneradamente las familias de otros y otras, mientras que estos y estas trabajan de sol a sol para crecer y prosperar profesionalmente en un mercado heteropatriarcal, basado en los beneficios y no en el valor de lo producido, como ha evidenciado el coronavirus y la nefasta gestión de las residencias de nuestros mayores.
Ni el modelo franquista de la perfecta ama de casa, ni el actual, dotan de valor y reconocimiento el trabajo ingente que significa sostener la vida. Mientras que en el primero, el cuidado del 'Otro' carece de valor económico, y se le relega al segundo sexo de Beauvoir; en el actual, las mujeres pasamos a ser cómplices del sistema patriarcal y de la división sexual del trabajo, legitimando la explotación de las mujeres con menos recursos y posibilidades.
Los efectos devastadores de la pandemia han noqueado a la sociedad. Pero debemos alzar la vista, otear el horizonte e intentar dar una respuesta transformadora a este virus que ha zarandeado nuestros fundamentos. Dicen que las crisis son oportunidades de cambio, actuemos para que así sea. Impugnemos el patriarcado, situemos la vida en el centro de la economía, disolvamos las jerarquías de género y la división sexual del trabajo, y apostemos por un modelo en el que hombres y mujeres combinemos el trabajo remunerado con las responsabilidades de los cuidados. Dotemos de valor el bienestar humano, celebremos la vida.