El gran riesgo que en estos momentos se cierne sobre la democracia española es la deslegitimación del sistema. Más allá de las consecuencias directas de la pandemia que nos sigue azotando; por encima de la rendición de cuentas que habrá de hacerse en cuanto concluya este triste episodio que se ha llevado por delante la vida de decenas de miles de personas; en paralelo a las medidas que deban adoptarse para recuperar el tejido productivo de un país extenuado y enormemente endeudado, se impone una misión ineludible: defender el Sistema. La construcción de nuestro Estado democrático, que se alza sobre los cimientos de la Constitución de 1978, puede considerarse, con sus imperfecciones, una obra que goza del inestimable valor que supuso el concurso de todos, y que exigió, también de todos, no pocas renuncias, logrando dotar, por fin, a este país de un sistema que lleva más de cuarenta años garantizando nuestra convivencia, un crecimiento económico comparable al de los países de nuestro entorno, y el afianzamiento de nuestras libertades. Todo eso corre ahora el riesgo de colapsar.
La incorporación de los comunistas al ejecutivo de Pedro Sánchez y el apoyo que recibió en su investidura de algunas fuerzas secesionistas ha disparado las alarmas en las instancias más sensibles de la Administración. Han contribuido a ello episodios significativos, como el de la designación de la ministra de Justicia como Fiscal General, sin solución de continuidad entre uno y otro cargo; la desabrida invectiva del vicepresidente del Gobierno al Poder Judicial; o la pretensión de modificar por decreto el sistema procesal que viene regulado por ley orgánica.
Demasiadas afrentas para uno de los pilares fundamentales del Estado. Es de tal calibre la osadía de Podemos y de algunos grupos de izquierda radical que apoyan a su conveniencia al Ejecutivo que ni siquiera la Corona se libra de sus desdenes, claramente destinados a socavar la piedra angular del entramado constitucional. En consecuencia, no se hace preciso un análisis sofisticado para concluir que su pretensión no es otra que la de minar el Sistema o, dicho en otras palabras, forzar las costuras del ordenamiento jurídico para consumar en la práctica un proyecto a todas luces revolucionario. Y lo hacen con la desinhibición y el desparpajo propios de quien accede al poder resuelto a imponer sus inveterados ideales.
De ahí que parezca razonable evitar que el Estado de Alarma constituya un camuflaje que permita zarandear, a través de mecanismos legislativos excepcionales, el modelo que consagra nuestra legislación; opinión que, al parecer, coincide con la que en privado sostienen algunos miembros del Gobierno, lo que explicaría las encendidas sesiones del Consejo de Ministros. Medidas estructurales como la del ingreso mínimo garantizado, la derogación completa de la reforma laboral, o el impuesto a las grandes fortunas, serían ejemplos significativos del malestar que ha estado a punto de cobrarse la dimisión de la vicepresidenta económica, preciado baluarte del sentido común y la prudencia en el gabinete de Sánchez.
Todo ello tiene lugar ante el ciclorama de devastación económica a que estamos abocados. De no hacerse efectivas con urgencia las medidas conducentes a que --en palabras del presidente Sánchez-- nadie se quede atrás, la desazón que ya se percibe en amplios sectores de la población devendrá en protesta y, si nadie lo remedia, en agitación. Pero tampoco se observa una actitud eficiente en el conjunto de nuestra clase política ante tamaño desastre. La grave situación por la que atravesamos impone un amplio acuerdo que comprometa tanto al Gobierno como a la oposición en la búsqueda de una recuperación que se hace más difícil cada día que pasa. No existe una fórmula más eficaz que la del pacto para lograr la salvación, porque de eso se trata, de salvar el país.
Y eso se llama Gobierno de concentración, vertebrado en torno a los dos principales partidos y abierto a las fuerzas que deseen sumarse, como hicieron los gobiernos británicos presididos por Lloyd George y Winston Churchill para afrontar las dos grandes guerras del pasado siglo. Se dirá que, tal como están las cosas, un acuerdo de semejante envergadura es impensable. También lo era, hace tan solo tres meses, que nos viésemos confinados y en semejante estado de postración socioeconómica. Se trata ahora de ser capaces de buscar el acuerdo, de ceder, de ejercitar la cultura del pacto y, sobre todo, de defender el Sistema.