Se supone que la política es una actividad que debería servir para resolver de una forma pacífica y razonable los conflictos entre las personas y los grupos humanos, y debería tener como objetivo procurar el bienestar de la comunidad. Esta concepción está cargada de un elevado sentido ético que no siempre se plasma en la realidad. La idea de democracia coloca en el mismo plano de igualdad a aquellas personas que hacen política para ayudar a resolver problemas y a mejorar la vida de sus compatriotas con aquellas otras que simplemente se sienten impelidas a ejercer la política por razones, no siempre confesables. En una sociedad democrática y compleja como la nuestra, cualquier forma de pensar puede verse representada, incluso aquellas ideologías más profundamente antisociales, siempre y cuando los métodos utilizados se basen en la utilización de la palabra y el argumento.
El hecho de que cualquier persona pueda presentarse a las elecciones y pueda sacar representación en un parlamento democrático, aunque no tenga estudios, esté imputada y en la cárcel, sea mentirosa, simplona o infantil, introduce distorsiones y contradicciones en el juego democrático, e incluso puede llegar a degradar el sentido ético que conlleva la misma definición de política.Aunque la democracia se base en la palabra, entendida como razonamiento y capacidad para convencer con argumentos al contrincante y sobretodo, al votante, algunos políticos, faltos de argumentos o propuestas convincentes, basan su actividad en la destrucción de su adversario: mediante la mentira, la manipulación del lenguaje, el insulto, la movilización de las emociones y el victimismo. Lo vemos, cuando en mitad de una crisis mundial provocada por la pandemia, el líder del mayor partido de la oposición se da gusto al cuerpo insultando prolijamente al presidente del gobierno, confundiendo la crítica necesaria de la acción parlamentaria con la descalificación y la palabra soez y sin nada más que ofrecer. Lo vemos cuando algunos políticos justifican y alientan a los que salen a la calle, en pleno confinamiento, a destrozar el mobiliario urbano arropados con banderas y palos, y gritando libertad.
Lo vemos cuando algunos presidentes de CCAA ferozmente atacadas por la pandemia, en vez de reconocerse como corresponsables, achacan sus malos resultados a la acción del gobierno. Porque en ese totum revolutum la extrema derecha y el nacionalismo, ansiosos por desestabilizar, ven en el descontento popular una oportunidad política, que no piensan desaprovechar. Y aunque estas actitudes pueden tener una cierta conllevancia en momentos de estabilidad política y social, son elevadamente peligrosas en momentos de crisis económicas y sociales como la que vivimos: la historia está llena de ejemplos. Actualmente, empieza a ser preocupante que estas ideologías y métodos se vean tan altamente representados en nuestros parlamentos al mismo tiempo que nuestra sociedad tiene el reto de resolver problemas de tanta envergadura.
Existe un cierto baile de cifras, a cuál peor, para valorar el impacto económico de la pandemia en el PIB de cada uno de los países del mundo. En nuestro país, ya endeudado, la vicepresidenta Calviño prevé que sea del 9,2% y el paro del 19% en 2020. Los que se han estado enriqueciendo con la crisis anterior, ya no lo van a poder seguir haciendo porque hay un límite para la pobreza. Hablando cínicamente y utilizando la sabiduría popular podemos recordar a aquel labriego que para gastar menos, quiso acostumbrar a su burro a no comer y justo cuando lo había conseguido, se le murió.
Cuando en una sociedad, los gobiernos no son capaces de proveer de un mínimo de estabilidad y bienestar a los ciudadanos y las desigualdades entre ciudadanos son altas, hasta límites insoportables, cuando un porcentaje elevado de personas están al borde de la exclusión o la pobreza, o pasan hambre, empiezan a florecer las revoluciones y las opciones totalitarias y populistas. Quizás el ejemplo más paradigmático sea la crisis de 1929, a la que algunos dicen que se van a parecer las consecuencias de la pandemia que vivimos.
Está en manos de los políticos que las consecuencias de la actual crisis no sean parecidas a aquella, porque las de la crisis de 1929 fueron nefastas. En 1929, la ruina de bancos, campesinos e industria, trajo el aumento del paro y la recesión. La respuesta a la crisis en las democracias europeas fue la moderación en el gasto y el equilibrio presupuestario, lo que retrasó la recuperación y el auge de partidos que achacaban el desastre al propio sistema y parecían proveer de falsa seguridad al votante, con sus explicaciones simples y sus respuestas radicales. Muchos identificaron el liberalismo parlamentario con el liberalismo económico que causó la situación, lo que generó una crisis democrática y el ascenso de sistemas totalitarios.
En Alemania, propició la subida de Hitler al poder, que basó la salida de la crisis en la carrera armamentista y posteriormente, la invasión de los países vecinos. De esa crisis salieron la segunda guerra mundial y estados totalitarios como el de Alemania, URSS, Italia, España y Portugal. Por el contrario, EEUU salió de la recesión con inversiones y proveyendo de recursos, para su recuperación, a algunos países europeos, con el denominado Plan Marshall.
Europa y EEUU volvieron a actuar, en la crisis de 2008, de forma parecida a como lo habían hecho en la crisis de 1929 y los resultados fueron parecidos: EEUU salió más rápidamente de la crisis y la austeridad ha generado más pobreza y desigualdades en los países del sur de Europa. Una respuesta inadecuada en estos momentos, en una nueva recesión, después de la crisis de 2008 nos conduciría a una inestabilidad y malestar social insoportables. Por eso son tan importantes las respuestas que den nuestro país y la UE a esta crisis. Por eso son tan importantes las medidas de protección social que ha puesto en marcha el gobierno. Por eso es tan importante que la Comisión de la Reconstrucción Económica y Social, creada en el Congreso para debatir propuestas que aceleren la recuperación de España tras la crisis del coronavirus, funcione correctamente. Por eso es tan importante que Europa se mueva movilizando recursos para la reconstrucción económica.
Por eso es tan importante que el ciudadano vea que por encima de las diferentes ideologías y proyectos políticos, que valoramos nuestro sistema, aunque queramos mejorarlo. Por eso es tan importante que el ciudadano escuche en boca de sus políticos argumentos convincentes y propuestas en positivo, y visualice la corresponsabilidad y lealtad en los acuerdos, porque los políticos actúan también como modelos sociales. Y por eso es tan importante la cooperación entre instituciones, tanto en España, como en Europa, como en el mundo, porque necesitamos aunar energías y proteger nuestras instituciones.
Sin embargo, la salida de la recesión de 1929 también nos trajo el consumo desenfrenado, que en un planeta superpoblado, ha agotado sus recursos en poco menos de un siglo. A esto se suma el progresivo abandono del estado del bienestar y la falta de regulación de los últimos años, lo que ha provocado más debilidad social ante las situaciones imprevistas y mayores desigualdades. Por eso, la salida de la crisis también requiere que no reproduzcamos el modelo anterior, que permite la acumulación de la riqueza en pocas manos; un modelo agotado y autodestructivo que pone en peligro la misma existencia de la humanidad. Tenemos en ciernes una nueva revolución, esta vez pacífica, pero que nos concierne a todos.
El debate de la Comisión parlamentaria, centrado en los cuatro ejes: el refuerzo de la sanidad pública; la reactivación de la economía y la modernización del modelo productivo; el fortalecimiento de los sistemas de protección social, de los cuidados y la mejora del sistema fiscal; y la posición de España ante la Unión Europea, pueden ser una buena manera de dirigir las propuestas en la buena dirección, pero estemos alerta para que la salida de la crisis no genere más destrucción del planeta ni continúe el descontrol y acaparamiento de la riqueza global por una pequeña parte de la sociedad. Tampoco nos olvidemos, con la prisa por salir del pozo, que cuando vienen mal dadas, lo que al final protege a los ciudadanos es lo que pertenece a todos, un buen sistema público que garantice igualdad de oportunidades para el desarrollo y la salud.