Siempre se puede tener un mal día, sin necesidad de levantarse con el pie izquierdo. Aunque sea superstición, en algo tienen que creer los agnósticos. Pero en clausura, las malandanzas resultan más enojosas. El llamado “distanciamiento social”, al final, no sabemos si es una sociopatía, una norma de obligado cumplimiento del Gobierno o una secuela propia de la alteración del sueño, como la que decía Sánchez de su cohabitación con Iglesias. Pero… tras dos meses de virulenta reclusión, todo empezó con un arranque irracional de resolver el caos.

Me explico. Son tiempos en que a unos les da por ordenar armarios o cajones y a otros por hacer lo propio con libros o carpetas. Eso sí, en fases. Lo de los papeles puede ser un arrebato compartido con la persona conviviente que se dice ahora. Nada que ver con aquello que cantaba “El Arrebato”, de “búscate un hombre que te quieeeera / que te tenga llenita la neveeeera”. Un arrebato, en este caso, es como un frenesí inusitado de hacer algo que jamás habrías imaginado realizar: eliminar ropa que hace años no utilizas o desprenderte de libros que maldices haber comprado. Resulta tan peliaguda una cosa como la otra. Ante esa tesitura, me quedaría con libros y prescindiría de ropa. Que le vamos a hacer, cada uno tiene sus manías.

Pues bien, a lo que íbamos. Todo empezó con los papeles. Hete aquí que, buceando en sobres y cartapacios, topé con un calendario: de esos de bolsillo que dan en hoteles, tascas, restaurantes o sitios parecidos. Sin saber por qué, lo recoges educadamente como si, sin haber pedido, te dieran limosna. Algunos lo llaman subvención. Se entiende como un acto de “solidaridad” del donante. ¡Cuidado que está de moda la solidaridad! El caso es que el dichoso calendario presentaba días tachados. ¡Sorpresa! ¿Qué será esto? Las tachaduras empezaban un 23 de marzo y acababan un 24 de mayo. Pensé: ¡Coño, la cuarentena! Cual profecía o, vete a saber, maldición. Hasta que me percaté de que no: ¡era de 1972!

Eso pasa por hurgar en el pasado: puedes encontrar cualquier cosa, para bien o para mal. Resulta que aquel inhabilitado periodo fue el tiempo en que Franco, bueno, no exactamente Él --con mayúsculas, claro--, me confinó en el trullo. Una nadería, comparado con los años que estuvieron otros. Eso sí, tras setenta y dos horas en comisaría, junto con unos conmilitones. Convivientes de celda se diría ahora.

Venía todo esto a cuento de que el susodicho calendario me sobresaltó y sacó del estado políticamente correcto, es decir, en silencio, en que debemos sumirnos todos durante esta maldita crisis: si criticas, por criticón y si callas, porque otorgas. El caso es que el día empezó mal de buena mañana, antes de remover nada, cuando llamó un viejo conocido. Por eso de “¿Cómo llevas el encierro?”. Dado que uno tiene experiencias nefastas en estas lides de la cordialidad y la politesse relativas a tiempos pretéritos y, tras haber recibido algún moco por tratar de ser amable, se cuida muy mucho de preguntar según qué. Me sobrevino como un canguelo por querer être à la page en tiempos víricos que me provocó una especie de bloqueo: ¿y ahora por quién pregunto, por su conviviente o por su convivienta? Que hay gente muy suspicaz con esto del lenguaje inclusivo y el desdoblamiento léxico me provoca no pocos quebraderos gramaticales. ¡Tremendo dilema! Al final, tienes un destello de lucidez y acabas con un formal “¿Cómo va todo?” que puede significar mucho a nada. Es pura formalidad pero quedas bien. Ahora, el mal trago no te lo quita nadie: dada la turbación, no recuerdo la respuesta. Ya se sabe: cuando el día amanece torcido, las desdichas se suceden.

Mientras trasteaba entre papeles de no se sabe cuándo, otra llamada. ¡Qué sería de nosotros en este purgatorio sin teléfono e internet! Esta vez, porsiacaso, no pregunté si era conviviente de o con alguien. Y, ¡tiene bemoles!, quería mi opinión sobre la “nueva normalidad”. Quedé tan atónito que, por eso de poner ironía en tiempos de lamento, lo primero que se me ocurrió, ante tamaño acertijo, fue entonar aquello de Luis Aguilé de “Olvidemos el mañanaaaa / no pensemos en mañana / olvidemos el mañanaaaa / porque nunca llegaraaaá. / Mañaaana, no habrá mañanaaa…”. Me parecía un gran himno nacional para exaltar la tropa del Congreso.

¡En mala hora! Descubrí de sopetón que, tras dos meses de cautiverio, el sentido del humor presenta grietas. ¡Maldita la gracia que le hizo! Para cambiar de tema, en lugar de recurrir al manido “¿Qué tal hace por ahí?”, propio de adictos a la meteorología, le recordé “La canción del pirata” de Espronceda. Mira que pude recurrir una frase de Slavoj Zizek, del que supongo nadie duda que esté en la izquierda, y acababa de ver: “No habrá ningún regreso a la normalidad, la nueva normalidad tendrá que construirse sobre las ruinas de nuestras antiguas vidas”. Alucinante, pero fue el romántico quien me vino a la cabeza.

De entrada, me espetó un “¿A ti que te ha pasado?”. La verdad: no se me ocurrió refugiarme en la solitud del aislamiento, la melancolía del ayer, la incertidumbre del mañana… ¿Qué podía contestar? sin ánimo de liarla aún más. ¿Que Sánchez, Iglesias o Casado me parecen unos chorras? Sospeché que tampoco podría justificarme diciendo que me conmueve la versión de “La Internacional” dirigida por Toscanini. Acabé tan atolondrado que la próxima vez hablo mejor con la nevera: como es tan fría, no se calienta por cualquier chorrada.