Desde el 15 de marzo, fecha en que entró en vigor el estado de alarma, los españoles hemos padecido las mayores restricciones de movilidad de Europa. Unas duras medidas adoptadas por dos motivos: el gran incremento de contagios advertido durante la semana previa y la mala conciencia del ejecutivo por reaccionar excesivamente tarde al Covid-19.
Al igual que la mayoría de gobiernos europeos, el nuestro infravaloró las repercusiones sanitarias del nuevo coronavirus y retardó la suspensión de numerosas actividades económicas por los negativos efectos que aquélla tendría sobre el PIB.
En la gestión realizada, influyó más el primer factor que el segundo. En particular, la incompleta y distorsionada información proporcionada por las autoridades chinas y la creencia inicial de la mayoría de epidemiólogos de la relativa inmunidad de Europa al Covid-19.
Esta última estaba basada esencialmente en la gripe A, aunque también influyó la escasa repercusión sobre la población de otros coronavirus como el SARS y el MERS. La primera epidemia dejó 373 muertos en España y tuvo una letalidad muy inferior a la gripe común.
No obstante, para algunos periodistas, políticos y altos funcionarios, la gestión sanitaria realizada para contenerla supuso un verdadero derroche de dinero público. En 2009 se adquirieron 13,5 millones de vacunas, con un coste aproximado de 100 millones de euros, y solo se utilizaron 3 millones. El resto caducaron o se donaron a la Organización Mundial de la Salud.
Los precedentes señalados explican en gran medida por qué no se adoptaron medidas excepcionales preventivas. En concreto, la falta de mascarillas para los ciudadanos, equipos de protección individual (EPI) para los sanitarios, la posible incorporación de más personal a los hospitales o la ampliación de las UVI.
Unos errores en la gestión de la crisis, también advertidos en muchos otros países desarrollados, que han cambiado a peor la percepción popular del gobierno, tal y como indica una encuesta de El País publicada el 19 de abril. En ella, un 46,1% de los encuestados lo valora peor que al inicio del estado de alarma y solo un 22,1% lo hace mejor.
Ante dicho cambio de percepción, el gobierno ha decidido no adoptar ningún riesgo adicional y programar de forma muy escalonada el regreso de numerosas actividades económicas. Un incremento del número de infectados, a pesar de la llegada del calor, podría erosionar definitivamente su popularidad y continuidad en los meses venideros.
Para justificar dicha actuación, ha acuñado una expresión: la “nueva normalidad”. Una frase con la que pretende concienciar a la población de que su vida será diferente, al menos hasta que no se descubra una vacuna o unos medicamentos que reduzcan notoriamente la peligrosidad del Covid-19. Especialmente, porque para evitar su transmisión, la distancia entre los ciudadanos debe ser como mínimo de dos metros.
De forma clara, el lema invisible del gobierno es “con nosotros, la salud irá por delante de la economía”. Una prioridad probablemente suscrita por la inmensa mayoría de la población y susceptible de proporcionarle muy buenos réditos a corto plazo, siempre y cuando el sustento de casi todos los ciudadanos esté asegurado.
No obstante, es muy difícil que así sea, si a partir de julio continúan existiendo restricciones que dificultan la actividad económica, productiva y comercial. El cierre definitivo de numerosas empresas, el elevado aumento del paro y las reducciones de salario llevarán al ejecutivo a un difícil dilema: menos riesgo sanitario o más bonanza económica.
Indudablemente, el mayor problema es el mantenimiento del actual distanciamiento. Éste hace inviables muchos negocios, especialmente los que necesitan para ser rentables una gran proximidad física entre sus clientes. Entre los más afectados, están los bares, restaurantes, discotecas, gimnasios, cines, teatros o líneas aéreas. Adicionalmente, pone en serias dificultades la supervivencia de grandes almacenes, hoteles, centros de ocio y tiendas.
También afecta a la manera de desplazarse, trabajar o formarse. Las nuevas normas disminuirán sustancialmente la capacidad del transporte público y dificultarán el acceso al lugar de trabajo a un gran número de empleados. No todo el mundo podrá acudir en bicicleta.
Las empresas que necesiten la presencia de los trabajadores en sus instalaciones deberán incurrir en costes suplementarios para ampliarlas. En una etapa de crisis, con la finalidad de evitarlos, no sería extraño que despidiera a algunos de ellos o procediera a bajar el salario de todos para compensarlos.
Las aulas de los colegios y las universidades no están adaptadas a los nuevos estándares, pues cada alumno suele estar al lado de otro. Las opciones más probables son dos: la sustitución de formación presencial por online, con la consiguiente pérdida de calidad, y la reducción del número de plazas ofertadas por las universidades públicas.
En definitiva, la estrategia ideada por el gobierno, aunque pretendía ser conservadora, es sumamente arriesgada. Se juega su supervivencia a una rápida desaparición del Covid-19 o a la conversión en banales de las enfermedades actualmente generadas por él.
Si aquél regresa con virulencia el próximo octubre, no podrá decretar la paralización de la mayoría de actividades productivas hasta que vuelva el calor. El motivo será que no tendrá el capital suficiente para pagar el salario de los españoles que están encerrados en casa sin posibilidad de realizar teletrabajo. Así pues, donde dijo digo, dirá Diego.
Por tanto, la salud importa más que la economía. No obstante, en un país como España donde la cobertura sanitaria es universal, la segunda ayuda decisivamente a que todos los ciudadanos conserven la primera. Una posibilidad que dificultará la “nueva normalidad”. Una expresión que realmente significa prepárense para vivir peor. Lo siento, no cuenten conmigo.