La pandemia llegó tan repentinamente y se expandió tan deprisa que muchas son las preguntas y pocas las respuestas. La incertidumbre cuestiona todas las certezas y aceptamos a regañadientes nuestra vulnerabilidad bajo el temor, más que el respeto, al riesgo de contagio. A la vista de cómo están las cosas, asalta la sospecha de vivir embozados durante un largo tiempo. Es normal que aflore una duda hamletiana: salir o no salir, esa es la cuestión. La salida en tromba del sábado para “hacer deporte”, tuvo mucho de efecto rebaño; no como inmunidad colectiva, sino por tendencia gregaria. Al margen del riesgo colectivo, jamás habríamos imaginado que hubiera tanto runner, tanto deportista camuflado. Quizá lo que se colapse ahora sean las unidades coronarias, rebosantes de repentinos atletas.
Además, salir ¿para qué? Si no se puede ir a ningún sitio prácticamente. El diario francés Les Echos apelaba la semana pasada al “patriotismo económico” para iniciar la recuperación económica. De hecho, tanto nuestros vecinos como nosotros estamos ante una múltiple emergencia: sanitaria, hostelera, cultural, educativa, deportiva, económica… Aquí, tal vez por eso de que “España es diferente”, parece que tuviésemos otro orden de prioridades. ¿Hay algo más patriótico que la paella como plato nacional? Quizá la tortilla de patata, con perdón del pote gallego, la fabada asturiana, el cocido madrileño o cualquier otro plato. Pedro Sánchez lo expreso con claridad meridiana: "A lo mejor antes nos gustaba comer una paella del restaurante junto a casa. Ahora la tendrás que pedir y te la tendrás que comer en casa". Pues vale. Y ¿la caña o el vermutillo? Se supone que también en casa.
Entramos en el confinamiento con calefacción y saldremos con refrigeración, sin saber hacia dónde nos llevan. De ello se encarga un Comité Técnico de Desescalada que, con quince integrantes, recuerda al Politburó del PCUS en tiempos de las grandes purgas de Stalin en los años treinta. Mucho será si consiguen que nos aclaremos simplemente con las fases, palabra que Pedro Sánchez repitió cuarenta y una veces en la rueda de prensa del 28 de abril. Cada una con su apellido, cuando hubiese servido una sencilla enumeración ordinal. Dado además que la desescalada --vaya palabro-- será por provincias, a ver quién lo entiende cuando unos estén en la fase cero de “preparación de la transición”, otros en la dos “intermedia” o en la uno “inicial”. El hecho de tener que aclarar el plan a cada momento, da idea de la confusión y la incapacidad de transmitir certidumbre alguna, pese a la parafernalia de cada rueda de prensa.
Caminaremos así hacia la tierra prometida de la nueva normalidad. No está claro quien hará de Rodrigo de Triana para otear el horizonte, cual carajo encaramado en la cofa del palo mayor. Se admiten sugerencias. Ardua será la tarea de desescalar: hay quienes quieren que se haga hasta con criterios sostenibles. Con que se haga con sentido común, podríamos darnos por contentos. Lo cantaba Vainica Doble: “Dos españoles, tres opiniones” y sabido es que “en este país hay mucha gente, cada cual opina diferente”. Lo dicho: en el Comité son quince y se supone que con una caterva de expertos detrás.
Lo más indignante es la incapacidad manifiesta de los partidos de gobierno y oposición para ponerse de acuerdo en un proyecto común que contemple alternativas, tanto generales como sectoriales, con una economía hibernada que anuncia catástrofe. Parecen afectados todos ellos de una soberbia negligente. El Presidente del Gobierno aseguraba el otro día que habla con las formaciones de la oposición. Pero PP y Ciudadanos salieron a decir que no, sin que tan siquiera hubiese terminado la comparecencia. ¿Quién miente? El mantra de argumentario de “el Gobierno que escucha” hace pensar que solo se oyen ecos.
La respuesta ya resulta indiferente, tanto da: el resultado es el paraíso de la incertidumbre. Parecen todos afectados por el “síndrome de la pecera”, incapaces de ver más allá de sus narices y, mucho menos, de las cuatro paredes que les cobijan; algo muy propio del ejercicio del poder, sea del nivel que sea, alejado de toda realidad. Mientras, pueden cruzarse apuestas: ¿el paro será del 19% o del 30%? ¿El PIB caerá un 9%, un 15% o más? ¿Acabaremos rescatados por la UE? ¿A qué coste? ¿Cuándo?
La experiencia nos anuncia algo que no falla nunca: cuando se retuerce el lenguaje en política, algo va mal, alguna están liando. La crisis anterior nos dejó un sinfín de palabras y expresiones, neologismos que quizá harían las delicias de Góngora, pero más prosaicos. Desde el “austericidio” hasta el “banco malo”, pasando por ese paradigma del oxímoron que fue el “crecimiento negativo”. Ahora, la situación podría resumirse así: “Cogobernar la desescalada” del confinamiento provocado por una pandemia que tiene su origen en la “zoonosis” para, teniendo en cuenta los “datos dinámicos”, llegar a la “nueva normalidad” y pasear con la “persona conviviente” manteniendo la “distancia social”.
Recuerda todo al pintor Orbaneja de El Quijote que pintaba “lo que saliere”, pero tan mal que, si por ventura pintaba un gallo, escribía junto a él “Esto es gallo”, no fuera que lo tomasen por zorro. Un mundo de acertijos.