En los últimos días un rufián de ERC reconvino al presidente Sánchez por sus errores de “comunicación”, o sea de propaganda; le advirtió que así iba camino de perder el poder y le recordó que Churchill perdió las elecciones de 1945 por ese mismo motivo, por desatender la comunicación.
¿Es verdad? ¿Churchill, que era un Demóstenes, un Cicerón, un maestro de la propaganda, tenía de verdad un problema de comunicación? ¿El mismo estadista que pronunció discursos que antes de pasar a las antologías de la oratoria y galvanizaron a su pueblo y a su Ejército?
El tema de la “comunicación” es recurrente. “¡No hemos sabido comunicar lo que hemos hecho, nuestros éxitos, lo mucho y bien que hemos trabajado!”, suele decirse después de un fracaso comercial o político, dando a entender que la materia a la venta era buena pero el envoltorio poco atractivo. El tema sale otra vez ahora, precisamente cuando da la impresión de que si de algo saben nuestros representantes es precisamente de “comunicación”, de comunicación y de nada más, pues detrás de esa comunicación excelente no hay ni un pasado, ni una inteligencia, ni un proyecto plausible, ni una trayectoria coherente que la sostenga. Humo. Se dice una cosa y al día siguiente la contraria, da igual.
El rufián republicano es ejemplo vivo de ello, igual que los quintacolumnistas de la Generalitat. El sistema, el lenguaje, la gramática de la democracia parlamentaria han sido bien entendidos y colonizados por los expertos en propaganda. Se podría incluso pensar que uno de los problemas de nuestra vida política es que con salvedades sus protagonistas saben bastante de persuasión pero poco o nada del trabajo que se les confía.
“Estoy aterrizando”, dicen al llegar al despacho desde donde dirigirán un área de la que no tienen idea. “Lo primero que voy a hacer es escuchar a todo el mundo”; entiéndase: espero encontrar a algún funcionario que sepa de qué va algo de esto y me diga lo que tengo que hacer. “Antes que nada haremos un diagnóstico de la problemática del sector” quiere decir: “No sé nada de este maldito sector, que alguien me deje unos apuntes.” “Venimos con mucha ilusión y vamos a partirnos el alma trabajando. Prometo trabajo, trabajo y trabajo”: esto quiere decir “No sé nada.” En realidad todo quiere decir “No sé nada”.
Ciertamente en 1945 Churchill sí sabía lo que pasaba en Gran Bretaña. Había estado, estaba aún en lo alto de una atalaya excelente para ver el panorama. El lema de su partido para las elecciones, Finish the job, recogía la ejecutoria victoriosa de la guerra y anunciaba que aún quedaban cosas por hacer para “acabar el trabajo”. Los laboristas de Attlee tenían un slogan diametralmente opuesto: Let’s face the future, con la variante “Ya hemos ganado la guerra. Vamos a ganar la paz”. Con estas frases ligaban a Churchill al reciente pasado, todo lo glorioso y victorioso que se quisiera pero lleno de sufrimiento; le pedían a los electores que pasasen página de ese pasado y esa victoria de la que no se podía comer, y se presentaban como los agentes de un futuro inmediato mejor, que había que construir.
Seguramente los slogans no fueron decisivos en la derrota de Churchill y los conservadores, que tanto asombró a propios y extraños (y que algunos atribuyen a la excentricidad de un pueblo que no solo se empeña en conducir por la izquierda y beber cerveza tibia sino que echa al estadista que contra viento y marea les ha llevado a ganar cuando tenían todas las de perder.) Pero recogían unas prioridades y una diferente sensibilidad en el diagnóstico del estado de ánimo del exhausto pueblo británico.
¿Tiene traslado aquel episodio menor de la reciente historia de la propaganda y la política a lo que pasará en España después del coronavirus --si llegamos, espero que sí y pronto, a esa playa? La respuesta, lo digo alto y claro, sin medias tintas, para que nadie se llame a engaño, es: lo ignoro. No tengo ni la más remota idea. Yo tampoco sé nada. Pero lo que es evidente es que se abren dos posibilidades, o dos “escenarios”:
El primero: la épica responsabilidad que ha caído sobre ellos realza al presidente y su equipo con el aura de lo trágico, de la realidad verdadera por decirlo así. Tragedia, sí, de una “guerra total” que moviliza a todas las fuerzas de la nación contra un enemigo traicionero e inesperado. El poco caso que hacen, por lo menos públicamente, Sánchez y sus ministros, a las críticas de la oposición, a las que ignoran con la displicencia de quien se ocupa en cosas decisivas y no tiene tiempo para jugar, les confiere dignidad, mientras a quienes mantienen el mismo guirigay de tiempos de paz se les va poniendo cara de contertulias de Sálvame en pleno berrinche.
Pero igual que te digo una cosa te digo la contraria: que el mal rato que hemos pasado y el que pasaremos alguien los ha de pagar, en figura de víctima propiciatoria, y para ese papel nadie mejor que el Gobierno, cuya temblorosa imagen tropezona y contradictoria quedará asociada a los tétricos tiempos del coronavirus.